Por Ximena Monroy*
“Todos los piratas tienen un temible bergantín, con diez cañones por banda y medio plano de un botín que enterraron en la orilla de una playa en las Antillas…
Cuando los piratas son hombres enamorados de una piel que huele a jazmines, rompen promesas con sus hermanos de ayer y huyen al amanecer rumbo a un puerto que aún no ha puesto precio a su cabeza…”
Una de piratas, Joan Manuel Serrat
En las dos partes anteriores de esta serie de artículos llamada “Titanes de los mares”(1)(2) me permití escribir sólo algunos apuntes más (retomando información verídica y comprobada) de dos personajes que en efecto realizaron las hazañas que se cuentan de ellos, hazañas recogidas abundantemente en diarios y bitácoras. Sin embargo, en esta ocasión escogí hablar de alguien sumido en los vapores del mito, de quien se saben apenas algunos datos precisos pero que forma parte -y con una intensidad desmesurada -del imaginario popular. Era pues imposible impedir que cerrara esta triada con esa fuerza que solo da la magia de lo escasamente explorado por la falta de registros históricos.
Ni siquiera se conoce su verdadero nombre, pero a todos les ha dado por elegir entre Edward Teach, Edward Thatch o Thatch Drummond (a riesgo de ser estos nombres ficticios). Pudiera decirse que sólo sus padres y él conocían su verdadera identidad, pero hacía mucho tiempo que se había olvidado de todo, no le interesaba recordar. Su nacimiento y primeros años en Bristol, Inglaterra, corriendo entre los clientes de la sórdida taberna que regentaban sus padres, eran un lastre que debía eliminar si quería viajar ligero de equipaje. Y vaya si quería viajar.

Dejó atrás todo aquel su mundo insípido de tabernas, calles mugrientas e ignorancia. Odiaba ser ignorante y tenía un elemento muy peculiar para la época: sabía leer, escribir y hasta recitar poemas en latín. Leía libros y estrellas.
Le encantaba leer estrellas y en cuanto tuvo la edad suficiente se subió a un barco, se alejó lo más que pudo de Inglaterra y se dedicó a asaltar naves francesas y españolas en aguas jamaiquinas; todo esto durante la Guerra de Sucesión Española (1701-1714).
El mes de septiembre de 1717 fue decisivo en su vida porque consiguió el puesto de capitán en la tripulación de Benjamin Hornigold, un popular pirata británico, respetable e imponente. Adicionalmente, las Bahamas eran cálidas y reconfortantes, le prometían placeres y un amplio espectro de oportunidades para ejercer la piratería.

En noviembre de 1717, un barco francés llamado elegantemente “Concorde” se dirigía -soberbio, solitario, haciendo gala de una imprudente inocencia- hacia Martinica repleto de oro, monedas y gemas. Cruzarse en el camino de Edward Teach fue su perdición. Se recostaba quedamente sobre el océano su afilada nave, con la cual -sin obtener casi resistencia- logró capturar al Concorde. Orgulloso de su hazaña lo rebautizó “Queen Anne’s Revenge” (La Venganza de la Reina Anna), convirtiéndolo así en su buque insignia al amparo de los cuarenta cañones que poseía.

Ya que su carrera despegaba vertiginosamente, Edward Teach necesitaba un apodo capaz de impresionar a los impresionables y a los no tanto y vaya si lo obtuvo entonces.
Medía dos metros de estatura, una barba excesivamente poblada le cubría la mitad inferior del rostro y parte del pecho, intensamente negra como una mirada averiada por el cansancio o una noche demasiado desesperanzadora.
Barbanegra. Así empezó a ser conocido.
Creía firmemente en la espectacularidad de sus incursiones por lo que delineó con sumo cuidado su vestimenta: un tricornio tocado con plumas y mechas de cañón sujetas de la barba que él mismo encendía cuando atacaba. El resultado: un auténtico frenesí digno de ser admirado. No podía saberlo entonces pero hoy se le considera precursor de las estrellas de rock.

Se cuenta que cuando ordenaba izar la bandera Jolly Rogers (con un diseño personalizado y atemorizante) no había ya una mota de vida a la cual sujetarse.
Había perdido la cuenta de las veces que el gobernador de Carolina del Norte le ofreció el indulto y la cantidad directamente proporcional en que había violado los acuerdos profiriendo toda clase de maldiciones.
Una vez estuvo en la Península de Yucatán. Recordaba con cariño ese lugar, su sobrecogedora luminiscencia y el apodo que le habían puesto los lugareños: “el gran diablo”.
Demasiados años al amparo de ningún otro hogar que el inadmisible océano le suministraron unas ganas insoportables de casarse y por supuesto lo hizo: con una chica de dieciséis años.
Pero los hombres de mar no conocen la quietud, sus espíritus se mueven al compás de las aguas que adoran surcar y ni siquiera duró un año casado. Las antiguas persecuciones volvieron impregnando de humo la ropa de su futuro y felicidad, su pasado grabado a hierro candente en su piel ardía demasiado como para ser ignorado. Uno simplemente no se retiraba de la piratería.
Unos cuantos barcos más cayeron presas de su concierto de rock a la antigua y claro, se sentía completo y feliz como nunca lo había estado.

Por eso cuando el gobernador de Virginia envió dos veleros tripulados por la Marina Real Británica para darle caza esperó al acecho, haciendo gala de una tranquilidad que helaba la sangre. Pensaba que tal vez había llegado su hora de morir, pero eso estaba bien porque, a fin de cuentas:
“No hay historia de piratas que tenga un final feliz.
Ni ellos ni la censura se lo podrían permitir.
Por la espalda en una esquina, gente a sueldo los asesina”[1]
El teniente Robert Maynard precisó de cinco disparos de pistola y veinte cortes de espada para acabar con su vida aquel amargo 22 de noviembre de 1718.
Lo último que recordó extrañamente fue una pequeña y mugrienta calle de Bristol bañada por la luz del sol.
La leyenda del infame pirata Barbanegra recién comenzaba…

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Nota relacionada: https://revistadinteres.com.mx/2025/04/04/titan-de-los-mares-parte-1/
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[1] Una de piratas, Joan Manuel Serrat.




