Por: Ximena Monroy*

“Mas sabrá su Alta Majestad

lo que en más abemos de estimar

y temer es que hemos descubierto

y redondeado toda la redondez del mundo,

yendo por el occidente y viniendo por el oriente”

De la carta de Juan Sebastián Elcano al rey Carlos l de España

Fernando de Magallanes había subestimado la amplitud y el poderío del Océano Pacífico, que es el doble de grande que el Atlántico y abarca un tercio de la superficie de la Tierra, y de pronto la realidad de que lidiaba con un mar de proporciones monstruosas lo golpeó con saña en el rostro. Se había basado en mapas y globos terráqueos imprecisos, hechos a la medida de una época a la cual le faltaba información. Saltaba a la vista que él era el primer europeo que navegaba esas aguas infernales, ya totalmente desprovistas de pacifismo ante sus ojos. Qué ingenuidad la suya.
Cien días convertidos en una verdadera pesadilla. Tierra firme no aparecía por ningún lado, demasiados miembros de la tripulación sufrían bajo la tiranía del escorbuto, todos sentían las feroces mordidas del hambre, la sed y el cansancio. Sus rostros demacrados reflejaban desesperanza y un alma prácticamente muerta.    
Magallanes se vio forzado a modificar su plan inicial; llegar a las Molucas era por demás inviable pero las Filipinas aun podían ofrecer una desesperadamente necesaria salvación. 
Cuando avistaron esa bendita porción de tierra ni todas las cubiertas de los buques de ese tiempo eran suficientes para contener las frenéticas danzas de la tripulación o sus pasos excesivamente cargados, ruidosos y abigarrados. Era casi como si el alivio hubiera hecho una profunda abertura en su espíritu, un corte limpio y un tanto molesto, doloroso, fuera de la cotidianeidad pues desde que partieron de España y hasta entonces pocas certezas habían tenido.
La certeza comienza desde que el atronador “¡tierra a la vista!” se esparce trémulo por todas las naves, la certeza comienza donde comienza la tierra firme. En el mar, en la voluble deriva no hay certeza.
En las Islas Filipinas todos ellos encontraron un puerto seguro, playas calientes, exuberantes y cristalinas, arenas claras, mujeres amables y excesivamente dispuestas, pero lo que más había ahí –y que España, Inglaterra, Portugal y Francia anhelaban más que nada –era oro, mucho oro y había que sacar ventaja de ello.
Magallanes se dispuso a formar tambaleantes alianzas con los lugareños, pero él era marinero no político así que su ansiedad crecía. No podía sacarse del pecho el presentimiento de que aquello saldría fatal y no se equivocaba. Estalló una pequeña guerra y Magallanes, el gran titán de los mares, fue asesinado. No le temía a la muerte, pero lamentaba no haber cumplido su sueño: las Molucas se le negaron rotundamente. Y luego estaba la aterradora y triste realidad de que nunca conocería a su hijo o hija, que no volvería con su amada esposa ni pisaría de nuevo el cálido suelo de su venerable patria: su Portugal. Con todo esto en mente y siendo víctima de un cansancio innombrable, cerró sus bellos ojos y jamás volvió a abrirlos. Una verdadera leyenda acababa de marcharse.
Estaba ahí otro hombre que miraba con una desolación pocas veces vista la solitaria muerte de su comandante. Hasta entonces se había mantenido discreto, había seguido órdenes, pero ahora sabía que su papel en esta historia empezaba a cobrar una importancia irrefrenable.
Su nombre era Juan Sebastián Elcano, español hasta los huesos, joven, sensato, con madera para protagonizar cantares y el segundo mejor marinero de aquella expedición.
Ahora que finalmente podía detenerse a pensar, le parecía una grosería, un insulto que nadie tuviera el coraje de continuar navegando hasta las Islas de las Especias. Era menester tomar una decisión urgente y lo hizo. Él anclaría en las playas de esas mil veces malditas islas sin importar el costo y sería el nuevo comandante de lo que quedaba de la tripulación.
Todos estuvieron de acuerdo con lo que les planteó. Era sólido, era capaz, hablaba con lógica y verdad.
Cuando en noviembre de 1521 al cabo de dar tumbos durante algunos meses, al cabo de volver a la eterna incertidumbre del océano, avistaron las Molucas, era como si su vida finalmente hubiera adquirido un propósito, ahora podrían morir en paz porque ya había dejado de importar.
Cargaron a toda prisa las especias en las dos únicas naves que les quedaban, el agotamiento era ya insostenible como para postergar el regreso a la madre patria un día más y como siempre sucede, había un último conflicto que resolver: la ruta a seguir.
Elcano, fiel a su naturaleza, a su sangre de mar que le impelía a buscar el riesgo, se empeñó en volver a bordo de la nao Victoria a través del Océano Indico y bordeando el Cabo de Buena Esperanza en un último, sobrehumano y agónico esfuerzo por lograr redondear este rollizo planeta.
El hambre, la sed, las ratas y la miseria hicieron del Victoria un hogar permanente, atrapando entre sus afilados colmillos a lo que quedaba de la tripulación.
El 6 de septiembre de 1522 fue un día memorable porque lo que parecía más bien los restos de un naufragio, con tan solo 18 despojos de humanidad a bordo, entró en silencio y envuelto en tristeza al puerto de Sanlúcar, de donde había partido tanto tiempo atrás con 250 marineros y 5 monstruosos buques.
Cuando el rey Carlos l llamó a Elcano a su palacio, éste comprendió la verdadera magnitud de lo que había hecho y la euforia se adueñó de él. El rey le concedió una renta anual y un escudo de armas con un globo terráqueo y la leyenda: “Primus circumdedisti me” que quiere decir “el primero que me circunnavegó”.
En verdad no había impacto más grande porque de este modo se descubrió lo apabullante que es nuestra Tierra, lo resistente que es el espíritu humano, lo mucho que aún nos falta por saber y que no hay rastro de monstruos, hadas o dragones, somos nosotros y nuestra insoportable fragilidad que nos hace ser solo polvo.   
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Nota relacionada: https://revistadinteres.com.mx/2025/04/04/titan-de-los-mares-parte-1/

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