Columna: LA LIBRETA DE JACK Por Jacobo Gregorio Ruiz Mondragón*
En la pequeña patria espiritual, donde los geranios sostienen la vida y las rosas guardan los sueños del mañana, se venera a la «morenita del Tepeyac», símbolo religioso y raíz cultural, que, a más de cuatrocientos años de su aparición, sigue siendo el corazón a través del cual late la fe mexicana, mexiquense, y desde luego, atlacomulquense.
Cuando la aurora tomó rostro femenino, el aire cambió y los ojos del silencio se abrieron, la culminación del milagro guadalupano se había materializado en una tilma con su imagen, impregnada de rosas y bordada de estrellas, parecía tejida con hilos del cielo y polvo dorado de la eternidad.
Madre evangelizadora, que anuncia a Cristo no con palabras, sino con cercanía, ternura y consuelo; puente que une a ricos y pobres, a creyentes fervorosos y a quienes buscan a Dios entre dudas. Apareció en un momento crítico: el México herido tras la Conquista, en esa metáfora del País mismo, pero diverso, desigual, fracturado y, aun así, profundamente unido por un hilo invisible que encontró su nudo en el manto guadalupano.
Su origen, es el aliento de «dos mundos», producto del mestizaje cuyo relato de sus apariciones no sólo fue bálsamo religioso, sino que creó un lenguaje de reconciliación, entre el pasado y el presente. Su imagen, envuelta en diamantes del firmamento, recuerda que incluso en momentos de crisis, siempre hay una luz en el horizonte.
La amalgama del milagro, fue posible a través del indígena náhuatl Cuauhtlatoatzin, quien al ser bautizado por los franciscanos, fue nombrado como Juan Diego, actualmente, San Juan Diego, al ser canonizado por el Papa Juan Pablo II. Mestizo en espíritu, aunque no de sangre, fue el emisario que dentro de la cosmovisión religiosa, llevó el mensaje a Fray Juan de Zumárraga, Primer Obispo de México, para la construcción de un templo en el Cerro del Tepeyac.
Juan Diego, fue bautizado, pero mantuvo su identidad indígena. No pertenecía del todo al mundo español, ni del todo al mundo prehispánico, y tal vez por eso, se convirtió en el mensajero perfecto para unir lo que en ese momento estaba roto, y en sus palabras, describió a la Virgen de Guadalupe, como «un amanecer que rompió la oscuridad, con un manto bordado de estrellas, que parecía un cielo cercano descendiendo hasta tocar la tierra, y al hablar, sus palabras eran como lluvia fecunda que caía sobre la milpa reseca, trayendo esperanza a un pueblo en busca de consuelo».
La veneración persiste, y seguramente, seguirá latiendo en cada generación, porque habita la región más profunda del alma: el amor materno. Sobre todo, en un País, que a veces parece regido por la orfandad «institucional e histórica», en esa metáfora de la vida misma, en la que una madre camina al lado de sus hijos, y ese es y será su gran poder simbólico: ser la madre de todos, en el relato emocional traducido en la metáfora del amparo, resumida, en los planteamientos siguientes: ¿No estoy yo aquí que soy tú madre?, ¿No estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿No soy yo la fuente de tu alegría?, ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?, ¿Tienes necesidad de otra cosa?.
La madrugada del doce de diciembre, las mañanitas se alzan en un himno que nos une como un sólo peregrino, que despierta antes del sol, como si la luz misma dependiera de la primera nota que entonan los mariachis frente a la Basílica de Guadalupe o en la Parroquia de Santa María de Guadalupe.
Aunque el tiempo desgaste las piedras y el viento borre las huellas, la fe seguirá latiendo como un corazón inmortal en el alma de su pueblo.