Columna: CANDELABRUM
Por: Ximena Monroy*
¿El hombre necesita de la espiritualidad?
Esta es una pregunta con la que más de una vez nos hemos estrellado de frente y no sin cierto dolor, dolor por la carencia de una respuesta oportuna, y frio, mucho frio pues esta es una de esas preguntas incomodas que congelan la sangre en las venas.
Los libros se vuelven arduos y las discusiones acaloradas.
A lo largo de la historia, filósofos y científicos han dedicado sus valiosas horas de vida a reflexiones y descubrimientos de diferentes motivos para esta conducta tan humana sobre la cual se yergue uno de los grandes pilares de la evolución: la necesidad de creer.

La historia oficial nos dice que los primeros hombres eran afanosos en sus primitivas actividades de caza y recolección, que caminaban incansablemente en busca de terrenos fértiles una vez que habían agotado los recursos de su asentamiento inicial. Sin embargo, nuevas averiguaciones ponen en tela de juicio estas premisas y las teorías fluyen hoy más que nunca, teorías de civilizaciones avanzadas, extraterrestres, tecnología de punta y ciudades de ensueño.
Lo cierto es que nuestra Tierra es demasiado vieja, su historia se remonta a tiempos que no podemos ni remotamente calcular. Hay lagunas que aún permanecen en blanco y que pueden ser rellenadas con cualquier tipo de suposiciones, algunas lógicas y otras no demasiado.

Pero al mirar hacia afuera de nuestro pequeño hogar, al echar un vistazo al universo, los enigmas no hacen más que ensancharse. Ante infinitos como aquel no podemos sino abrir la boca y tratar de susurrar. Algunas veces las palabras que brotan de nosotros son incoherentes pero en algunas ocasiones, tienen sentido y así hemos conseguido caminar como especie a lo largo de milenios.
Una de las principales cualidades que poseemos los seres humanos es la de ser conscientes, y hacer que los demás entren en consciencia a su vez, por ende desde que podemos recordar nos hemos visto enfrentados con la realidad de una profunda soledad en medio de la bastedad del cosmos.
Al menos desde lo que dicta la lucidez, nadie nos ha visitado, no con evidencia concreta y comprobable. Todo se reduce a luces extrañas que de vez en cuando aparecen por los cielos, a testimonios que aseguran ser verídicos acerca de encuentros cercanos con seres inquietantes, fotografías y videos de mala calidad y apariencia casera, archivos desclasificados, conspiraciones que hablan de supuestas naves espaciales estrelladas, áreas militares celosamente protegidas y una rotunda negativa por parte de los gobiernos para hacer declaraciones del tema de vida extraterrestre.

Por diversos medios, los científicos han intentado favorecer algún tipo de contacto, establecer comunicaciones, hacer llamados, y sólo en una ocasión hubo una respuesta digna de atención pero se desvaneció en seguida, por lo cual, hasta ahora la evidencia muestra que solo tenemos el imperturbable silencio.
Es aquí donde la espiritualidad hace su aparición. Experimentamos una latente necesidad de encontrar explicaciones. O tal vez sea algo que viene en el paquete mismo que conforma el absoluto de nuestra naturaleza: creer. Creer en algo o en alguien que pueda proveer de cierta seguridad y descanso a un ser siempre inmerso en aguas turbulentas.

Al principio, nos dicen los historiadores, las primeras sociedades adoraban a los fenómenos naturales otorgándoles un carácter divino a falta de explicaciones certeras para sus causas.
Posteriormente, al complejizarse las sociedades y convertirse en civilizaciones, los panteones de dioses crecieron a un ritmo directamente proporcional.
Sin importar el punto del globo en el que nos posicionemos, podemos observar que durante cientos y cientos de años, las religiones politeístas prosperaron.
Crearon hermosas mitologías, dotaron a sus dioses de cualidades excepcionales y les dieron sonoros nombres –que reflejaban su enorme poderío. Aún más, escribieron todo ello en extensos documentos de carácter sagrado.

Y no dudaron en dar su vida en nombre de su fe.
¿Por qué el hombre está dispuesto a dar su vida por sus creencias? Quizá porque dan sentido a su existencia, un sentido que va más allá de lo estrictamente observable. En consecuencia, la muerte no es en vano.
Es difícil dibujar la línea que separa la historia de las religiones politeístas y monoteístas –si es que dicha línea existe.
Lo cierto es, que con el tiempo, éstas últimas comenzaron a ganar protagonismo.
Poco a poco, se hizo patente que un solo Dios tenía la fuerza de millones y hoy, el Cristianismo (y su rama por excelencia, el Catolicismo), el Judaísmo y el Islam, esgrimen un gran dominio.

Por otro lado, es preciso decir que no se requiere pertenecer a religión alguna para ser espiritual. Basta la presencia de ánimo y la voluntad de encontrar respuestas donde, de otro modo, se yerguen sólo muros.
En medio de frías ventiscas, se acercan celebraciones que exigen su dosis de fe para ser interpretadas. No a la luz de la razón, pero sí a la luz del espíritu.
De otro modo, un pequeño bebé recostado en un pesebre en Belén no sería el Agua Viva que quita la sed para siempre y una mujer morena que descansa intacta sobre el ayate de un indígena mexicano no sería una de las escasas apariciones marianas de que se tiene constancia. Un contacto sin precedentes con el mundo de la santidad.

Otro de los grandes dones de la humanidad es la capacidad de ejercer su libre albedrío. Por tanto, siempre es posible elegir la lámpara bajo la cual se interpretan los hechos.
Fe, razón o un delicado equilibrio entre ambas.

CONTACTO FB: https://web.facebook.com/ximena.monroy.9634




