Columna: DESDE LA BANQUETA
Por Gabriel Escalante Fat*
“Donde hay una empresa exitosa,
alguien tomó alguna vez
una decisión valiente”.
Peter Ferdinand Druker.
Mi querido pueblo, El Oro, ha estado en el centro de la tormenta los meses recientes, a causa de las arbitrariedades, ineficiencias y actos de corrupción de la presidenta municipal —si hay justicia, en vías de destitución— Juana Elizabeth Díaz Peñaloza.
Mucha tinta virtual, horas de comunicación audiovisual, manifestaciones y acciones legales han girado alrededor de este ente patógeno que nos “regaló” la gobernadora estatal, quien, para quitársela de encima, le concedió un exilio dorado lejos de Toluca, en el extremo noroeste de la entidad.
Es casi imposible encontrar, en la actualidad, una noticia con carácter positivo referente a El Oro. El escándalo siempre da más de qué hablar que el transcurrir pacífico de los hechos.
Por fortuna, por cada Díaz Peñaloza, hay un centenar de aurenses de valía, que tienen otros intereses y otros sueños.
En esta ocasión, decidí escribir acerca de uno de ellos: un empresario de mi pueblo quien, sin muchos aspavientos, ha conseguido convertir el modesto taller heredado intempestivamente de su padre, en una empresa profesional con presencia en toda la República Mexicana. Su nombre es Antonio Monroy Galindo.

Esta semana estuve con él, después de tres años de tener sólo comunicación telefónica y a través de correos electrónicos y mensajes de WhatsApp. Vino a Guadalajara, porque está instalando, con su equipo, el pabellón de Barcelona —invitado de honor— en la Feria Internacional del Libro, que se inaugurará este sábado 29. Es la novena vez, en 20 años, que Antonio colabora en la producción del principal escenario cultural de la segunda mayor feria literaria del mundo.
De su padre he hablado en varias ocasiones. El profesor Enrique Monroy Sánchez fue una de esas personas que sabían de todo, hacían de todo y era estimado por todos. Oficialmente, era carpintero; pero en El Oro de los años ‘60 y ‘70, ese noble oficio no daba para mantener una numerosa descendencia y, sobre todo, para darles educación profesional de calidad. Por eso, don Enrique —el maestro Torrica, como se le conocía popularmente— salía de su taller para compartir sus conocimientos en la secundaria local (allí se ganó a pulso su categoría de profesor); auxiliaba a su esposa en la elaboración de los mejores tacos dorados que jamás probé y, en sus ratos libres, colaboraba con los ayuntamientos en distintos proyectos que incluían restauración de edificios públicos —su mayor logro, sin duda, la del Teatro Juárez entre 1970 y ‘72—, así como diseño y supervisión de obras, como la nueva red de agua potable y drenaje que se instaló durante la remodelación de 1972 a 1979; los planos, que nunca estuvieron plasmados en papel, los llevaba fielmente en su cabeza y sabía con certeza en dónde estaba cada válvula, cada entronque y cada derivación de dichas redes.

Todos los hijos del maestro Enrique heredaron, cada quien con su personal matiz, un talento especial para el desempeño de sus profesiones, ya en la docencia, en la medicina o en la transformación de madera.
A la muerte repentina de don Enrique, en 1988, su hijo Antonio fue investido por sus hermanos con la responsabilidad de hacerse cargo del taller de carpintería, labor que asumió con responsabilidad, con entrega y, sobre todo, con una gran visión.

Aunque Toño y yo nos conocíamos desde siempre, la diferencia de cuatro años en nuestras edades (él es menor), nos impidió tener una amistad desde niños. No fue sino hasta 1990, cuando yo instalé mi pequeña empresa de display en El Oro, que una amiga mutua —Lourdes Padilla— nos puso en contacto, considerando que ambos teníamos muchas cosas en común, arrancando talleres de producción con más voluntad que dinero, con más creatividad que experiencia, pero ambos con profesionalismo y dedicación.

Nos pasábamos recomendaciones y trucos sobre materiales, proveedores y hasta fuentes de financiamiento; nos ayudábamos con encargos de la Ciudad de México o de Toluca y, casi sin darnos cuenta, pasamos de colegas a amigos.
Entre 1996 y ’97, Antonio me respaldó con un trabajo que rebasaba mi capacidad y, en conjunto, pudimos cumplir con un importante encargo para Banamex. A partir de allí, comenzamos una asociación estratégica sin más normas que la honestidad y el mutuo compromiso y que nos llevaron a distintas partes del país a instalar nuestras producciones.

Justo hace 20 años, ya con mi empresa en Guadalajara, recibí la oportunidad de participar en la producción de un pabellón para el invitado de honor en FIL: Perú. Grupo Omega, de mi amigo y tocayo de apellido Alejandro Escalante, tenía buenas referencias mías y me contactó. Nuevamente el reto me rebasaba y a la dimensión del trabajo se sumaba la urgencia, propia de latinoamericanos, que solemos dejar todo a última hora. La solución era lógica: Antonio Monroy y su taller eran los únicos que podrían venir a mi rescate.

A Perú del 2005 le siguieron los pabellones de Andalucía, en 2006; Italia, en 2008; Los Ángeles en 2009, Argentina en 2014 y Reino Unido, en 2015. A partir de esa fecha, decidí retirarme del display y los stands en exposiciones.
Pero las buenas relaciones profesionales generan lazos de confianza y, al principio con mi ligera intervención y más tarde en contacto directo, Antonio Monroy ha colaborado en tres pabellones más con grupo Omega. Ayer por la tarde, al ver trabajando a 14 aurenses en un montaje preciso y complejo que deberá quedar concluido la noche del viernes, sentí un incomparable gusto por mis amigos y paisanos, que llevan el nombre de nuestro pueblo muy en alto, y con justificado orgullo.
Hoy, Antonio tiene una empresa que en poco se compara al taller que empezó hace 35 años. La carpintería se ha convertido en una compañía constructora y proveedora de empresas privadas y dependencias gubernamentales. Muchas de las unidades habitacionales de las Fuerzas Armadas y Guardia Nacional, están siendo equipadas por TODICO (Torrica Diseño y Construcción), que da empleo hasta a un centenar de personas y que tiene cobertura nacional.

En El Oro, un trabajo le representó un reto especial, por la complejidad y porque se trataba de preservar un icono del patrimonio arquitectónico del pueblo. Me refiero a la torre del Tiro Norte, hecha completamente de madera, que estaba a punto de derrumbarse por la podredumbre, después de más de 120 años de existencia. El taller de Antonio se encargó de ir sustituyendo, una a una, los cientos de vigas dañadas que componen el edificio, única “castillo de mina” de madera aún en pie, en todo México. Con ingenio y tecnología, se logró.
Así que cuando usted pase frente a un complejo militar, un cuartel de la GN, un hotel Tren Maya, o una sucursal del Banco del Bienestar, igual en Chiapas que en Zacatecas, en Nayarit o en Veracruz, considere que hay una buena posibilidad de que las puertas, closets, cocinas y mobiliario hayan sido fabricadas en El Oro, con talento y mano de obra de nuestra región.

Es cierto que me gusta alcanzar metas complicadas, que disfruto con mis logros y no tengo empacho en compartirlos. Pero no menos cierto es que me causa enorme alegría ver que mis amigos y paisanos destacan en un sinnúmero de terrenos. Comunicarlo a mis lectores es muy satisfactorio. Conservar esas amistades a través del tiempo y la distancia, es aun más grato.
Guadalajara, Jalisco, noviembre 27, 2025.

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