Columna: PARA LA COMUNIDAD
Por: Fernanda Ileana Cueto Flores* 
Cada 20 de noviembre, México detiene por un momento su rutina para mirar atrás. En las escuelas se escuchan tambores, se arman pirámides humanas, se visten adelitas y revolucionarios hechos de primaria, y en los pueblos las cabalgatas avanzan entre polvo y música. Aunque estas escenas puedan verse como rituales repetidos, responden a algo más profundo: la Revolución Mexicana sigue siendo el punto donde este país aprendió a reclamar derechos, imaginarse distinto y cuestionar el poder. 

Más que una fecha en el calendario, la Revolución es un espejo en el que miramos qué somos y qué queremos ser. Quizá por eso noviembre no solo recuerda un inicio bélico; recuerda una exigencia colectiva: la de buscar un país más justo. 

Para entender su importancia, hay que volver al México que la vio nacer. A inicios del siglo XX, el país vivía bajo la larga sombra del porfiriato, un régimen que había consolidado cierto progreso económico pero que también había creado una desigualdad extrema. Mientras las élites prosperaban, millones de campesinos vivían sin tierra, sometidos a haciendas enormes donde trabajaban en condiciones cercanas al peonaje por deudas eternas. Las huelgas eran reprimidas, la prensa era censurada y el poder se concentraba en manos de unos cuantos.

Ese contraste desgarrador generó un país partido: modernidad para unos, miseria para otros. Por eso, cuando Francisco I. Madero publicó su Plan de San Luis llamando a desconocer la reelección de Porfirio Díaz, muchas personas sintieron que, por fin, alguien estaba diciendo en voz alta lo que ellos llevaban años soportando. El 20 de noviembre de 1910 no solo estalló una lucha armada: estalló un cansancio profundo, acumulado y casi inevitable. 

La Revolución Mexicana no puede entenderse como un solo movimiento ni una sola causa. Fue un mosaico complejo de voces, intereses y sueños que a veces coincidían y a veces chocaban entre sí. Madero buscaba la democracia y el fin de la reelección; Emiliano Zapata defendía la tierra y la autonomía de los pueblos campesinos con su lema “Tierra y Libertad”; Francisco Villa representaba el descontento del norte, la desigualdad agraria y la necesidad de redistribuir la riqueza; mientras que Venustiano Carranza aspiraba a un Estado fuerte y modernizador que garantizara estabilidad nacional.

A su lado, miles de mujeres —soldaderas, enfermeras, mensajeras, estrategas— participaron sin recibir el reconocimiento que merecían. Esa diversidad convirtió a la Revolución en una revolución social más que política. Detrás de los rifles y los ferrocarriles tomados había preguntas que siguen siendo actuales: ¿quién debe tener la tierra?, ¿cómo debe distribuirse la riqueza?, ¿qué significa justicia?, ¿cómo se enfrenta al autoritarismo?, ¿qué país queremos construir? 

El fruto más duradero de todo ese caos no se encuentra en los campos de batalla, sino en el papel.

La Constitución de 1917, redactada en Querétaro, fue un documento sorprendentemente avanzado para su época y marcó un antes y un después en la historia constitucional del mundo. Allí se reconoció que la tierra pertenece originalmente a la nación, se definió la reforma agraria, se estableció la jornada laboral de ocho horas y el derecho a huelga, se creó el salario mínimo, se garantizó la educación pública, laica y gratuita, y se buscó un equilibrio más justo entre el Estado, la sociedad y el capital.

Lo interesante es que muchos de esos debates siguen vigentes: la precariedad laboral, la propiedad de los recursos naturales, el acceso a la educación, la desigualdad económica o la división de poderes siguen siendo parte de la agenda pública. La Revolución no solo cambió un gobierno: rediseñó las bases de lo que México entiende como justicia social. 
En el presente, noviembre se vive de formas muy distintas según el lugar y el contexto. Para algunos, el 20 de noviembre es un acto escolar que se cumple por tradición; para otros, es una fiesta viva que se celebra con caballos, música y memoria; para muchos más, es simplemente un descanso laboral. Pero incluso en su desgaste, la fecha conserva sentido porque obliga a preguntarnos si las promesas de la Revolución se cumplieron. ¿Tenemos realmente una democracia sólida? ¿La desigualdad disminuyó o solo cambió de rostro? ¿Las voces campesinas y obreras siguen siendo escuchadas? ¿La justicia llegó a quienes más la necesitaban? 
Recordar la Revolución no debería ser un trámite, sino una reflexión incómoda pero necesaria: hubo un momento en que México decidió que no estaba dispuesto a vivir en un sistema injusto. Y aunque hoy las luchas sean distintas, la aspiración de igualdad sigue intacta. 
La Revolución también es identidad. De ella surgieron símbolos que aún definen la imagen del país: el charro, la adelita, el campesino con sombrero y rifle, los ferrocarriles llenos de soldados, el grito de “Tierra y Libertad”. Inspiró muralistas, novelas, películas, canciones y discursos políticos. Dio forma a la narrativa nacional que se usa para explicar de dónde venimos y por qué somos así. Incluso en debates modernos —los derechos humanos, el papel del ejército, el acceso a la tierra, la relación entre gobernantes y gobernados— sigue viva la sombra de la Revolución. Aunque creamos que es historia antigua, en realidad es una conversación que no ha terminado. 
Pensamos a veces la Revolución como una película concluida, pero la historia no se cierra tan fácilmente. Las revoluciones, como los países, son procesos en marcha. Hoy, más que preguntarnos qué hicieron Madero, Villa o Zapata, la pregunta esencial es qué hacemos nosotros con lo que ellos iniciaron. Porque un país no se transforma solo en un levantamiento armado, sino en su capacidad constante de exigir justicia y dignidad. 
Escribir sobre la Revolución en noviembre no es recordar por obligación, sino entender que el México actual es fruto de luchas colectivas, no de casualidades. Y en ese reconocimiento también se encuentra una responsabilidad: la de continuar, desde nuestras circunstancias, el proyecto de un país más justo que comenzó hace más de un siglo. 

Fuentes bibliográficas

-Aguilar Camín, Héctor & Lorenzo Meyer. A la sombra de la Revolución Mexicana. Cal y Arena, 2010.

-Knight, Alan. La Revolución Mexicana (Tomo I y II). Fondo de Cultura Económica, 2010.

-Krauze, Enrique. Biografía del poder. Tusquets, 2012.

Womack, John. Zapata y la revolución mexicana. Siglo XXI Editores, 2010.

-Fernández, Luis. Historia mínima de la Revolución Mexicana. El Colegio de México, 2010.

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