Columna: DESDE LA BANQUETA
Por: Gabriel Escalante Fat*
«Entiendo que las cosas son así,
pero no lo acepto mansamente,
no me entrego al deterioro mansamente”.
Joan Manuel Serrat.
El 6 de marzo de 1978, mi padre, Gabino Escalante Arreola, cumplió 65 años. 30 meses antes, había terminado su último cargo como servidor público, después de 44 años ininterrumpidos de trabajo, en una carrera que inició como profesor de primaria en Huixquilucan, en 1931, y en la que fue escalando en el ámbito educativo tanto estatal como federal (Supervisor escolar, Jefe del Departamento de Educación Primaria en el Estado de México, subdirector fundador de la Escuela Normal de Atlacomulco), continuando, tras su jubilación, como supervisor de bodegas rurales en Conasupo y diputado en el Congreso mexiquense.
Durante al menos tres décadas, el profesor Escalante desempeñó dos y hasta tres empleos simultáneamente, única forma de darle un buen nivel de vida a su creciente familia.

A veces éstos se compaginaban bien, como cuando al mismo tiempo que dirigía el Departamento de Primarias, era profesor por horas en la Secundaria Número Uno, de Toluca. O como en los últimos 8 años de su carrera magisterial, en que por las mañanas impartía sus clases de dibujo técnico y geografía en la Secundaria 26 y por las tardes, en la Normal No. 3, fungía como subdirector y catedrático.
Otras ocasiones, los empleos seguían una buena logística, pero llegaban a ser hasta contradictorios, como cuando en los años ’40, a su trabajo como supervisor escolar en la zona norte del Estado de México, añadía el de agente de ventas de la Cervecería Moctezuma y el de inspector de alcoholes de la Secretaría de Comercio, en la misma zona.

El hecho es que, al llegar a los 65, mi padre dedicaba sus días al hobby que siempre le apasionó: su taller multiusos, en el que se dedicaba a restaurar objetos viejos y a darle permanente mantenimiento a la casa familiar. Además, un año y medio antes, se la había ocurrido poner —conmigo como socio— un pequeño negocio de distribución de lubricantes en un área de unos 100 Km a la redonda de nuestro pueblo. Si bien este emprendimiento daba modestas utilidades, la verdadera ganancia fue reforzar nuestro vínculo padre-hijo y mejorar sustancialmente la relación entre nosotros, a pesar de los 48 años de diferencia en edad que teníamos. Sólo por eso, ya valía la pena dedicarle algunas horas semanales a este asunto.

Pero el plan de retiro de mi padre debió modificarse cuando, un mes después de aquel cumpleaños, recibió la llamada telefónica de un amigo y ex compañero en la Cámara de Diputados, quien le ofrecía ocupar “un cargo de primera línea” en la delegación (hoy alcaldía) Iztacalco, de la Ciudad de México. Al día siguiente, acompañado por mi madre, fue a enterarse de los pormenores del nuevo empleo y, contra todo pronóstico, aceptó y empezó a desempeñarlo el lunes siguiente.
En aquel entonces yo vi aquel movimiento como algo muy natural. Mi padre no era ajeno a los puestos públicos y tenía un amplio bagaje de conocimientos y experiencia en cuestiones administrativas y manejo de personal. Lo que tardé algunos años en dimensionar fue el súbito giro que dio su vida, que significaba un cambio de residencia, de costumbres y hasta de dinámica familiar, todo esto en menos de una semana. Tampoco vi que, ante mi inminente ingreso a la universidad, pocos meses después, se consideró que ambos podríamos vivir juntos a partir de septiembre, hacernos mutua compañía y —lo más importante— no me soltaría la rienda súbitamente.

Postergar su retiro, estoy seguro, dio a mi padre un impulso extra a su vida. Durante cuatro años y medio desempeñó un cargo de alta responsabilidad al que dedicó muchas horas diarias de esa última etapa de su trayectoria profesional. Aprendió nuevas cosas y aplicó su larga experiencia. En diciembre de 1982, a tres meses de cumplir 70 años, el equipo de trabajo del que formaba parte, entregó una delegación financieramente sana, sin “aviadores” en la nómina y que brindaba servicios públicos de calidad a sus casi 1.5 millones de habitantes.
En el lapso de su gestión enfrentó algunas situaciones peligrosas, como la amenaza latente que representaba el Campamento 2 de Octubre, del temible Pancho de la Cruz, así como delicadas negociaciones con propietarios de predios durante las obras de los Ejes Viales.
También consolidó sólidas amistades, que perduraron hasta el último de sus días, 17 años después de su —ahora sí— retiro definitivo, para dedicarse al hobby que lo apasionaba.
El domingo pasado cumplí esa simbólica edad de 65 años, a partir de la cual soy acreedor de una pensión por parte del Gobierno Federal, que para conseguir pagar todas las dádivas que entregará en 2026 (alrededor de 845,000 millones de pesos) se endeudará por casi el doble de esa cifra (1’450,000 millones), en una espiral inalcanzable que, tarde o temprano, hará que colapsen las finanzas gubernamentales, con graves consecuencias que nadie en la 4T quiere aceptar.
Creo seriamente que se debe implementar urgentemente un sistema que permita evaluar la necesidad de los adultos de más de 65 años, de recibir dicha pensión. Apuesto que al menos la mitad de ese segmento de la población tenemos otras fuentes de ingreso, y no deberíamos desangrar por goteo el erario federal. Pero en realidad, el régimen no busca ayudar a quien lo necesita, sino comprar lealtades que se conviertan en votos garantizados para las próximas elecciones.
En culturas ancestrales de todo el mundo, la senectud ha sido vista como sinónimo de experiencia, sabiduría y, sobre todo, respeto. El Senado de Roma, máximo cuerpo colegiado del imperio, estaba formado originalmente por personas de más de 60 años, aunque con el tiempo esta edad fue disminuyendo a cambio de experiencia previa.
Muy probablemente no soy sabio, pero sí he acumulado alguna experiencia que, aunque no me exime de cometer frecuentes errores, me da una base para inspirar confianza en mis clientes y colaboradores. Tengo además, la incomparable fortuna de que me gusta mi trabajo, de que no hay un día en que prefiera quedarme en la cama a asistir a mi taller. Puedo seguir ejerciendo mis hobbies, que no son ni extravagantes ni costosos, y que me proporcionan salud y placer.
Y por si todo lo anterior fuera poco, estoy emocionalmente pleno. No he perdido la capacidad de amar, soñar y divertirme. Considerando esto ¿Por qué habría de pensar en el retiro?
Guadalajara, Jalisco, noviembre 12, 2025.

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