Columna: CANDELABRUM
Por: Ximena Monroy* 

“Es un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre él,

que cada uno de los seres humanos

es un profundo secreto para los demás.

A veces, cuando entro de noche en una ciudad,

no puedo menos de pensar que cada una

de aquellas casas envueltas en la sombra

guarda su propio secreto;

que cada una de las habitaciones de cada una de ellas encierra,

también, su secreto;

que cada corazón que late en los centenares

de millares de pechos que allí hay, es,

en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late.” 

Charles Dickens, Historia de dos ciudades 

Ya podrías tu mirar alrededor y verlo todo iluminado por los preciosos rayos de sol, pero no podrías mirarlo a él directamente pues su fulgor, intrínsecamente despiadado, escapa a la capacidad de soporte de las frágiles corneas humanas. Del mismo modo, ya podrías tu mirar a los ojos a la persona que más amas y contemplar como sus queridos rasgos cambian según el capricho de sus pensamientos, pero no podrás bucear en las densas aguas de éstos y mucho menos montar guardia a las puertas de su hermético corazón a la espera de que puedan abrirse aprovechando un ligero descuido.  

Todo esto por la sencilla razón de que la naturaleza humana siempre tiene habitaciones ocultas, jamás abiertas al público. Habitaciones repletas de secretos; algunos jóvenes como el día de ayer o como una inocente semana recién pasada, y algunos otros, viejos –que llevan almacenados ahí desde los primeros destellos de luz de una vida.-  
Guardar secretos implica poner en marcha un procedimiento en esencia costoso, desgastante y devorador, un esfuerzo que va contra la naturaleza misma de las cosas que es la verdad y nada más que la verdad, como tantas veces hemos escuchado. Pero una verdad, por supuesto, parcial, que es la única a la que podemos tener acceso mientras padecemos nuestra condición de mortales.  

Ya los griegos, conscientes de esa súbita e incómoda inquietud que nos asalta a todos a lo largo de la vida, hacían uso de ciertos términos para referirse a todo aquello que convenía “cubrir con un piadoso manto de silencio”, como escribió Umberto Eco casi al inicio de su fascinante novela “El Nombre de la Rosa”
Tenían, por ejemplo, la palabra “mysticó”, de donde derivan las palabras “místico” y “misticismo”. Estaba también la palabra “kryptós” que significa “oculto” o “escondido” y era el concepto más utilizado para hablar de secretos. De ahí, se desprenden palabras como “críptico”, “criptografía” y “cripta”, lo que refuerza el carácter oscuro y algo escalofriante del término.   

Me viene a la memoria un artefacto imaginario que Dan Brown situó en el centro de la trama de su exitosa novela policíaca  “El Código Da Vinci”. Lo llamó “criptex”. Se trataba de un dispositivo cilíndrico –diseñado supuestamente por el ya mencionado genio renacentista- compuesto por cinco anillos giratorios, cada uno con las letras del alfabeto grabadas. Sólo al alinear las letras de modo correcto para formar la palabra clave era posible abrir el compartimento interior.  
Por el contrario, si alguien trataba de forzar el criptex, el mensaje -escrito en delicado papiro y enrollado alrededor de una probeta de vinagre- se destruiría inmediatamente, ya que la probeta se rompería, derramando el líquido sobre el papiro, volviéndolo así ilegible para siempre.  

Sin duda, una narrativa muy ingeniosa.  

Pero existía otra palabra griega para hablar de secretos: “mysterion”. Se utilizaba sólo para referirse a los secretos sagrados, al manojo de información reservado únicamente para las deidades y que, de vez en cuando dejaban caer a cuentagotas a los simples mortales. De ahí deriva la palabra “misterio” pues un secreto es por fuerza misterioso, rodeado de una cascada densa, gélida y blanquecina que atemoriza y libera al mismo tiempo. 

La Historia nos dice que hay secretos que matan al poseedor -incapaz de resistir el peso de semejante losa-, y algunos otros por los que se envía a mercenarios a arrebatar vidas, otros que es mejor no revelar jamás y algunos más que no valen la pena, ahogados en su propia insignificancia. Los hay que revisten de poder, los hay que arrastran a la ruina y los hay que conducen a la santidad. 
Todos guardamos secretos, o lo que es lo mismo, decidimos conscientemente esconder una pieza de una historia por diferentes motivos –todos válidos y ninguno reprensible -amor, miedo, arrepentimiento, vergüenza o simplemente porque era lo adecuado, lo noble, lo deseable o lo conveniente en ese decisivo momento.  

Lo que es innegable es la fuerza que se requiere para acunarlos con celo, acariciándolos casi con rabia y cariño a la par, y la profunda liberación que implica –a veces- su oportuna revelación, esa sensación de bienestar repentina y agradable que incluso permite dejar escapar un suspiro.  

Luego, innegable es también que todo esto forma parte de la naturaleza de una especie en constante cambio y evolución, como lo es la nuestra.  

Mantener la ilusión de que se puede hacer amistad con la oscuridad. Sin embargo, en su capítulo 4, versículo 22, el evangelista Marcos recoge unas contundentes palabras que animan a desechar esta idea:  

[…] Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a la luz. Si alguno tiene oídos para oír, oiga […]   

La oscuridad no es, por tanto, una amiga fiel.  
CONTACTO: https://web.facebook.com/ximena.monroy.9634

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