EL PAÍS QUE SE CUENTA A SÍ MISMO: LA LEYENDA DEL VOLCÁN POPOCATÉPETL Y EL IZTACCÍHUATL
Columna: PARA LA COMUNIDAD
Por: Fernanda Ileana Cueto Flores*
México no se explica con tinta, se cuenta con voz. Cada cerro, cada piedra, cada nube parece tener algo que decir. Hay historias que se esconden bajo el polvo y que se levantan, recordándonos que este país respira mito.
Aquí, las palabras no son discurso: son raíz, memoria y esperanza.
Estas historias sobreviven porque se repiten una y otra vez, pasando de generación en generación. Entre ellas, hay una que sigue viva en el corazón del país: la del Popocatépetl y la Iztaccíhuatl, los dos volcanes que dominan el valle y que desde hace siglos observan cómo cambia el mundo sin moverse un solo paso.
La leyenda tiene muchas versiones, pero en todas late la misma idea, el amor vence el tiempo. Se cuenta que Iztac era una princesa mexica, hija de un gobernante poderoso. Su belleza era conocida más allá del valle y su destino parecía marcado por los acuerdos políticos de su padre. Pero ella amaba a Popocatépetl, un joven guerrero valiente que prometió regresar de la guerra para casarse con ella.
Mientras él luchaba, alguien llevó al palacio una noticia falsa, Popocatépetl había muerto. Iztaccíhuatl no soportó el dolor y murió de tristeza. Cuando el guerrero volvió y la encontró sin vida, la tomó en brazos y la llevó hasta las montañas. Allí la recostó, encendió una antorcha y juró cuidarla por la eternidad. Los dioses, conmovidos por su amor, los transformaron en volcanes: ella dormida, él en vela. Desde entonces, dicen, cuando el Popocatépetl lanza humo es porque su corazón todavía arde.
Más allá del romanticismo, esta historia ha sido una manera de explicar lo que somos. El volcán que respira fuego y la montaña que duerme se convirtieron en símbolos de un país donde el amor, la lealtad y la resistencia siempre se entrelazan. En la cultura mexica, los volcanes eran más que montañas: eran seres vivos, guardianes del equilibrio entre los hombres y los dioses. Su presencia en el paisaje es una constante que nos recuerda que la tierra, aquí, también tiene memoria.
A lo largo de los siglos, la leyenda del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl ha pasado de los códices a los libros escolares, de los cuentos orales a las canciones populares. Ha inspirado pinturas, poemas y hasta películas. Y aunque parezca un relato antiguo, sigue hablándonos en un lenguaje actual: el del amor que no desaparece, el de la promesa que no se rompe, el de la identidad que se mantiene firme incluso cuando el mundo cambia.
Verlos al amanecer es entender que México tiene la capacidad de convertir la tragedia en belleza. En un país acostumbrado a levantarse después de cada caída, la imagen de un guerrero que no abandona a quien ama tiene una fuerza especial. Representa la persistencia, la fidelidad, la idea de que hay algo que merece ser cuidado aunque el resto se desmorone.
Por eso, cada vez que el volcán lanza una fumarola, los habitantes de los pueblos cercanos no sienten miedo, sino respeto. Saben que no es solo fuego, sino historia. En las comunidades alrededor del Popocatépetl se siguen contando anécdotas sobre los días en que “don Goyo” —como cariñosamente lo llaman— se muestra más inquieto. Algunas familias dejan flores, otras prenden velas o simplemente lo miran, sabiendo que ese humo también forma parte de su vida cotidiana.
El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl no solo forman parte del paisaje físico, sino también del emocional. Son parte de la identidad mexicana: están en los billetes, en los murales, en las fotografías familiares tomadas desde la carretera, en los recuerdos de infancia de quienes crecieron viéndolos desde la ventana. Son testigos silenciosos de todo lo que ha pasado a su alrededor: conquistas, ciudades, revoluciones y reconstrucciones.
Hablar de ellos es hablar de la manera en que México se cuenta a sí mismo. No solo con fechas y datos, sino con símbolos y emociones. Las leyendas como la de los volcanes son una forma de conservar lo que no se puede archivar: el alma colectiva, el orgullo de lo que fuimos y seguimos siendo.
En las escuelas se enseña que los volcanes son producto del movimiento de la Tierra, de la energía que se acumula bajo la superficie. Pero para muchos mexicanos, su fuego tiene un sentido más profundo. Es el recordatorio de que las raíces arden, de que la tierra también siente, de que bajo la quietud hay vida.
Quizá por eso esta historia no ha desaparecido. Porque no es solo un cuento de amor, sino una metáfora de todo un país: el guerrero que resiste, la montaña que espera, el fuego que nunca se apaga. México está hecho de esa mezcla de ternura y fuerza, de dolor y belleza, de tragedia y celebración.
Cuando uno se detiene a mirar los volcanes al atardecer, cubiertos por una luz naranja que parece inventada solo para ellos, entiende por qué seguimos contándolos. Porque al narrar su historia, también contamos la nuestra: la de un país que no se rinde, que aprende a transformar el dolor en arte, el silencio en memoria y la pérdida en paisaje.
México se escribe así, con montañas que hablan, con mitos que sobreviven, con voces que no dejan que el fuego se apague. Y mientras el Popocatépetl siga respirando y la Iztaccíhuatl siga dormida entre las nubes, este país seguirá teniendo algo que decir.