En este país, muchas veces la justicia no se impone con razón, sino con uniforme, vivimos en una sociedad donde la autoridad, en lugar de ser guía, se convierte en amenaza; donde la ley, que debería ser un límite al poder, se usa como su justificación.
Se nos enseña a respetar la autoridad, pero pocas veces se nos enseña que la autoridad también tiene el deber de respetarnos.
No es raro escuchar que un ciudadano fue sancionado sin razón, que un comerciante fue clausurado por no “cooperar”, o que un servidor público actúa “por órdenes superiores”. En cada uno de esos actos se esconde la misma práctica, el uso del poder para someter, no para servir.
Y lo más preocupante es que estos abusos muchas veces se presentan como actos legales.
El disfraz de la autoridad se pone fácil cuando el ciudadano no conoce sus derechos. La Constitución dice claramente que toda autoridad debe fundar y motivar sus actos, es decir, explicar con base en qué ley y por qué razones actúa. Pero en la práctica, esa obligación se olvida; se castiga primero y se pregunta después.
En México, la ley no siempre representa justicia. Muchas veces, el poder político se disfraza de autoridad y la usa como herramienta de control, se nos dice que “la ley es la ley”, pero lo cierto es que, en manos de los gobiernos, esa frase se convierte en excusa para imponer decisiones que benefician a unos cuantos y castigan a los mismos de siempre.
Se confunde obediencia con sumisión, y legalidad con justicia, el problema no es nuevo. Desde los niveles más altos hasta los gobiernos locales, el poder suele volverse juez y parte. Los mismos que dictan las reglas son quienes deciden cuándo aplicarlas y a quién. En ocasiones, los operativos, las multas o las detenciones se convierten en instrumentos políticos o recaudatorios, más que en medidas de orden y justicia.
En los municipios se imponen multas y clausuras que parecen más estrategias de recaudación que medidas de orden; a nivel estatal, programas “de modernización” se aplican sin escuchar a quienes más los padecen; y a nivel federal, las instituciones se llenan de discursos de transformación, pero con viejos vicios de autoritarismo.
Todo cambia en apariencia, pero el fondo sigue igual, poder imponiendo su voluntad sobre el ciudadano.
El poder que olvida servir termina sirviéndose a sí mismo.
Cuando el gobierno deja de ser autoridad legítima para convertirse en una maquinaria de conveniencia, no hay democracia verdadera, cuando el pueblo solo es útil para votar, pero no para opinar. No hay justicia cuando la ley se acomoda al poderoso.
Recuperar el sentido de la autoridad no es debilitar al gobierno, sino recordarle su origen. Porque el poder público emana del pueblo, y al pueblo debe rendir cuentas.
Un país justo no se construye con discursos ni con mano dura, sino con gobiernos humildes que sepan escuchar, corregir y servir.
Si alguna vez has sentido que una autoridad sea un gobierno, una institución o una persona con poder ha abusado de su posición, no calles, la dignidad también se defiende. Denunciar, documentar y alzar la voz no es rebeldía: es ejercer tus derechos.
Recordemos que toda forma de poder debe tener límites, y el más importante de ellos se llama justicia
“La verdadera autoridad no grita, no impone, no abusa, la verdadera autoridad convence, guía y protege.”
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Abogado miembro de la firma jurídica Incógnita Legal