Por Gabriel Escalante Fat*
- En 1985, año en que nació Carlos Alberto Manzo, alcalde de Uruapan hasta la noche del sábado pasado en que lo asesinaron, yo iba a esa ciudad más o menos dos veces al mes, en mi ruta de venta de rodamientos y cadenas industriales.
Apenas el año anterior había yo conocido la “Capital Mundial del Aguacate”, que, a falta de la majestuosidad arquitectónica de Morelia, tenía una pujanza económica de la que carecía la hermosa capital estatal.
Era uno de mis sitios favoritos en la zona que yo cubría —y que abarcaba los estados de Jalisco, Colima, Michoacán y parte de Guanajuato—, por varias razones. En primer lugar, el clima húmedo y caliente, tan distinto al casi perenne invierno de mi pueblo, que permitía una vegetación lujuriosa hacia donde voltearas. Además, el trato de la gente era tan cálido como su clima: mis clientes eran atentos y formales en sus pagos y la amabilidad de las personas en los comercios que conocí, era notable.
Por otra parte, había buenas opciones de hospedaje. Tanto el Hotel Real de Uruapan, que con sus 9 pisos era el edificio más alto de la ciudad, como el añejo Hotel Victoria, eran cómodos y limpios, además de que daban descuento a los agentes viajeros como yo. El presupuesto asignado para viáticos no me alcanzaba para dormir en el Hotel Plaza, al que sólo iba alguna tarde, a tomarme una cuba o una cerveza.
En Uruapan se comía muy bien, siempre acompañado por un delicioso café de “La Lucha”, un expendio establecido en los años treinta, que aparentemente surtía a todos los restaurantes locales, y a donde yo solía pasar por un kilo, que después degustaría en casa de mi amigo el Gordo López.
Por si no fuera suficiente, sobre la angosta y larga plaza, en el Portal Carrillo, a un lado de Liverpool (una tienda de ropa que no tenía nada que ver con su homónima cadena de tiendas departamentales), había una pequeña pero bien surtida librería, quizá la única de Uruapan, en donde tanto la chica que atendía, como su madre (tal vez la propietaria), gustaban mucho de la lectura y siempre tenían alguna recomendación qué hacer.
En mis ratos libres, me di la oportunidad de conocer el Parque Barranca del Cupatitzio, con su manantial “La Rodilla del Diablo”, que debe su nombre a una pintoresca leyenda y es origen del río Cupatitzio, que unos kilómetros más adelante cae majestuosamente en la cascada La Tzaráracua, que también visité. De esos paisajes yo sabía desde niño, por las pláticas de mis padres, que cuarenta años antes los habían visitado durante su luna de miel.
¿A qué viene toda esta remembranza? A que me parece increíble e indignante que un lugar tan rico en recursos naturales y humanos, sea hoy la cuarta ciudad más violenta de México y que esté secuestrada por los cárteles del Crimen Organizado, que destruyeron la paz en aquella región desde principios de este siglo y que cobró relevancia nacional a partir del 7 de septiembre del 2006, cuando un comando armado ingresó en el table dance “Sol y Sombra” para hacer rodar por la pista de baile 5 cabezas humanas, dejando un amenazante mensaje.
Hoy, 19 años después, un nuevo mensaje del CO deja claro quién gobierna esa región de Michoacán. El asesinato de Carlos Alberto Manzo, presidente municipal que llegó por la vía independiente en las elecciones del año pasado, que contaba con un importante apoyo popular y que se propuso plantar cara a la delincuencia, nos muestra descarnadamente que las cifras que se presentan en Palacio Nacional, donde alegremente se presume que la violencia está disminuyendo a pasos agigantados en este sexenio, no son más que números maquillados.
La realidad, cruel, dura, inapelable, nos dice que seis años de “abrazos, no balazos” y de connivencia con los grupos criminales, han costado y siguen costando muy caros. Que el Gobierno Federal no pudo —por ineficiencia, por omisión o por complicidad— proteger la vida del alcalde, quien, por su valentía, claramente estaba en la mira de los cárteles.
Sobran los mensajes, las excusas, el cobarde traslado de culpas a Calderón, las “enérgicas declaraciones” y las vanas promesas de que no habrá impunidad.
Claramente, las autoridades están rebasadas por la delincuencia.
Sólo nos queda la tenue esperanza de que la muerte de Carlos Manzo no haya sido en vano y que, a raíz de ésta, algo se mueva en las estructuras gubernamentales.
Soy escéptico.
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Fotografía portada RRSS






