Por: José Trinidad Mercado Mora
A fines del siglo pasado (XIX) y primeras décadas del año corriente (1900’s), había en Atlacomulco un establecimiento comercial pequeño pero muy popular, por el giro al que se dedicaba y por la solícita atención que encontraban los concurrentes. Popular, digo, porque prácticamente todo el pueblo ocurría a él y cuando se llegaban con un dejo de tristeza, salían con una esperanza que la mayoría de las veces se tornaba en realidad y a veces hasta en alegría.

El establecimiento, estrecho y un tanto obscuro, tenía un mostrador alto de madera; al fondo, un anaquel en cuya parte alta había una hilera de frascos de porcelana, con adornos dorados, conteniendo polvos y sales; abajo, otra hilera de botes de lámina, que a primera vista denunciaban su contenido: aceites de diferentes colores y olores, mostrando al frente una etiqueta que solamente podía leer o adivinar quien los manejaba, pues los escurrimientos, el polvo y el uso continuo, los habían puesto ilegibles; una tercera hilera la ocupaban recipientes de vidrio, que dejaban ver diferentes yerbas achicaladas, como se dice ahora, o secas o diciéndolo con propiedad deshidratadas, con sus correspondientes nombres manuscrito y al final, ya tapado ala vista del cliente, por el mostrador, cazuelas de barro conteniendo mantecas de cerdo, blanca, morena y quemada, para usos, según las circunstancias lo exigían; vaselinas, colcré y pomadas; y en un cesto, cajitas hechas de viruta de madera, de forma ovoidal, para las unturas en general.
Sobre el mostrador, en un extremo, un viejo matraz decolorado, y al lado contrario, una carpeta de cartón muy usada, tanto, que sus esquinas ya no eran angulosas, sino casi redondas conteniendo hojas de papel totalmente negro, con una de sus caras engomadas en seco. Y botadas, despreocupadamente sobre la carpeta, unas tijeras enmohecidas, que daban la impresión de ser un objeto arqueológico.

De día, poca luz entraba por la angosta puerta y de noche hasta las ocho, un farolito de luz amarillenta, pendiente del techo, repartía su escasa luz, auxiliada en el centro del mostrador, por una vela de cebo de a “cuartilla”. Se respiraba en el interior el inconfundible olor a remedios baratos.

Más o menos el lector habrá identificado el establecimiento como una Botica antigua. En efecto, era la Botica de doña Luisita, como se le conocía. Era doña Luisita, una célibe que había ingresado al siglo XX, después de haber corrido la segunda mitad del XIX, según decires confidenciales de quienes aseguraban, sabiendo que había llegado muy pequeña de Acambay. De cuerpo regular; sin curvas adiposas; cetrino “la color” como dijera el poeta; el pelo negro azabache y brillante, perfectamente alisado en la cabeza, le caía sobre la espalda en dos gruesas trenzas cuyas puntas pasaban de la cintura; la mirada de bondad, se tornaba en piados cuando de atender a un paciente se trataba; su voz de tonalidades hombrunas, contrastaba con sus modales de fino trato. Su vestimenta de dos piezas color obscuro, le entallaban el cuerpo desde el cuello hasta los tobillos, sin pliegues, ni olanes ni adornos. Era el físico de doña Luisita, una escultura estilizada, que pudo servir de modelo al escultor. Y, por último, cuando de atender a un paciente se trataba, un gesto de bondad le iluminaba la cara.

Tenía tres funciones el establecimiento: La primera, como propietaria, la mantenía en actividad, al servicio principalmente de los humildes, ya que sus medicamentos, unturas y remedios eran de muy bajo costo, que iban desde el centavo hasta el “real”, (doce centavos de la época); precios que no afectaban sensiblemente la economía de los de abajo. La segunda, como “Farmacéutica” (vamos a llamarla así) porque ella misma preparaba sus medicamentos consistentes en: píldoras, “papeles”, cucharadas, linimentos y unturas, de acuerdo con los muchos años de ejercicio y experiencia. Entre todos estos remedios, no podían faltar los “chiquiadores”, inocentes parchecitos redondos recortados de aquellas hojas de papel negro con las añosas tijeras, que, puestos a la flama de la vela, se pegaban en las sienes de quienes padecían jaquecas o dolores de cabeza, asegurando los pacientes que sentían de inmediato una sensación de alivio, y era de ver cómo señoras y hasta hombres, salían a la calle luciendo sus parches, para demostrar la eficacia de los mismos. La tercera, como “Dependiente”, pues atendía solícita y amable a sus obligados clientes que por cuidar de su salud o la de los suyos, acudían a la Botica de doña Luisita con exceso de confianza y fe en la curación.
Pero había algo más. Con alguna frecuencia atendía o recetaba en casos de emergencia; sus recetas eran de lo más sencillo, buscando, claro está, la eficacia de remedio. Tales casos de emergencia, los abordaba siempre y cuando no comprometieran su prestigio de curandera práctica, que cuidaba como un tesoro y menos aún, la vida del paciente. Eso, nunca. No se metía en los intrincados y peligrosos casos de cirugía; ni en los sorpresivos y mortales ataques cardio-vasculares; ni en los asfixiantes y desesperados problemas de afecciones respiratorias; ni en nada que provocara enfermedades contagiosas.

Atendía y con la prontitud necesaria, un terco dolor reumático; un catarro constipado que ya afectaba la respiración; una jaqueca persistente; una molestísima inflamación luxativa; un enloquecedor dolor de muelas; un viejo “empacho” que hubiera desquiciado el apetito; un recargo intestinal con dolores flatosos; en fin, males que de ninguna manera significaban una invasión del terreno científico o técnico y era en tales casos cuando echaba mano de sus preparativos como linimentos, unturas, cocimientos; un clavo de comer para tapar la muela picada; cucharadas y cucharaditas, “papeles”, píldoras, “lavativas” y hasta inocentes chiquiadores. Todo cuidadosamente recetado y hasta aplicado, de acuerdo con las circunstancias. Sentar precedente de atención y eficacia, era su norma y preocupación. Era por eso que la Botica de doña Luisita, se veía siempre concurrida, lo que le causaba una satisfacción muy grande.
Hubo una corta temporada en Atlacomulco, en que el ambiente se había puesto monótono, tenso, pesado; debido a que ningún suceso o acontecimiento, rompiera la monotonía. Como que hacía falta que ocurriera algo que hubiera de qué hablar; que provocara el sabroso chismorreo; que cambiara los rostros largos; que surgiera el tema provocativo a la explosión psicológica en cualesquira de sus manifestaciones; que diera lugar principalmente a la tertulia de conclusiones filosóficas, sí, al recorte hogareño o a la crítica mordaz hasta poner en juego el ingenio para deleite de las tertulias callejeras y de las hogareñas también. Vivificar el ambiente, en resumen. Y he aquí que uno de tantos días, apareciera deambulando por el Pueblo, un individuo totalmente desconocido; diríamos misterioso; no se acercaba a nadie; callado; apenas si una que otra vez entraba a determinado comercio, pedía lo que necesitaba y sin mirar a nadie, salía para perderse entre los callejones.
El desconocido y su actitud, comenzó a intrigar a los amantes del “cuento”, haciéndose “cruces” sobre quién podría ser tan extraño cuanto misterioso personaje. Los amantes de la especulación fácil y alegre, dejaron volar la imaginación y no faltó uno que viera aquello por el aspecto festivo, para apodarlo de inmediato como el “Enemático”, llevando su ironía hasta distorsionar el vocablo enigmático. Y de allí para adelante, se hablaba del Enemático.
Éste era un individuo chaparrón, regordete, de piernas enarcadas hacia afuera; de facciones duras y gesto agrio; tez morena quemada y caminaba pesadamente; es decir, un sujeto ayuno de simpatía personal.
El autor del apodo, sentía ya cierta satisfacción por el tino puesto, pero quería más, conocer su nombre y procedencia y se las arregló con gentes extrañas al Pueblo, hasta saber que se llamaba nada menos que don Erlín del Castillo; patronímico y apelativo que eran mucho, se dijo, para tan poca persona. No conforme aún con aquello, llevó a más su curiosidad indagando si don Erlín sabía leer y escribir y hacer cuentas, enterándose de que era nada menos que Profesor Rural. Se llevó un golpe, pero ganó una sorpresa. Lo primero le dolió, pero lo segundo le produjo satisfacción. Habría que decir muy entre nos, que ya proyectaba “vacilarlo”, pero tuvo que frenar sus ansias y aun su audacia, ante el señor Profesor Rural.

Y sucedió que un día, ya por al atardecer se llegó a la Botica de doña Luisita don Erlín del Castillo, quien por carecer de toda relación familiar como se deja entendido, acudía a ella en busca de alivio, quejándose de un fuerte dolor ventral o cólico, pidiéndole a doña Luisita, que en caridad de Dios lo atendiera de inmediato. Con gesto amable lo recibió y después de las preguntas de rigor y de auscultarlo con tamborileo en el bajo vientre, se formuló su diagnóstico y receta a la vez.

---Señor profesor (él así se anunció) con todo respeto que usted me merece, le diré que tiene un fortísimo recargo intestinal, que hay que atender de inmediato; lo que necesita es una fuerte “lavativa”. Se cruzaron las miradas, enrojecieron los rostros, como una demostración de pudor; doña Luisita, en el ejercicio de su “ética profesional”, indicaba el remedio y el paciente, ante el dilema de seguir padeciendo o aliviarse, se inclinaba, claro está, por esto último. Actuaban ambos con sobra de sinceridad. Volvieron a cruzarse las miradas, para en silencio actuar la una y aceptar el otro.
___Siéntese usted un momento, mientras preparo lo necesario, dijo doña Luisita. Se metió a la trasbotica, en donde había entre otros menesteres, un camastro, una “jeringa” de la época de nuestros abuelos y en un rincón, un bastín alto de barro, con su correspondiente tapa. Puso a hervir un “cuartillo” de agua, poniéndole puñaditas de diferentes yerbas achicaladas, agregándole 5 onzas de bicarbonato de sodio. Lavó muy bien la jeringa para adultos, poniéndole vaselina en el extremo. Se enteró de que el bañín estuviera a la mano, y listos los preparativos enunciados, hizo pasar al “Enemático” Profesor, quien no había dejado de quejarse.
---Quítese usted la blusa, descúbrase las posaderas totalmente, con confianza, que yo no lo veo y acuéstese con la cara a la pared. Obedeciendo en todo, quedaron al frente dos rotundos hemisferios en eclipse total. Tomó doña Luisita con la mano izquierda el globo de la jeringa para bombear y con la derecha, el hueso ajustado al tubo de goma.
---Se va estar muy quietecito; afloje el cuerpo y aguante todo lo más que pueda, avisando en tiempo oportuno… usted me entiende… ¿eh?... y que la Providencia nos ayude- ---Que así sea, musitó el enfermo…
En el nombre del padre, a la una…; en el nombre del Hijo, a las dos…; en el nombre del Espíritu Santo, a las TRES… Un movimiento brusco de introducción con resultados positivos, a tiempo que otro movimiento brusco de repulsión, fuera de resultados negativos<; es decir, inútil, seguido de un alarido…
Comenzó a bombear la Enfermera y así seguía, cuando inesperadamente, se oyó una tremenda explosión. Un géiser de agua con residuos fecales voló por los aires, bañando a doña Luisita de cabeza a pies. El ambiente se tornó insoportable. La manipuladora, sin perder la serenidad (cosas de la experiencia) con voz suave, pero ligeramente grave, le lanzó al paciente un piadoso reproche:
---Mire usted, señor Profesor, lo que ha hecho, le dije que aguantara cuanto más pudiera y no lo hizo. Me ha bañado y luego de qué. El Profesor, en una sensación de gran alivio, mezcla de inocente vergüenza, estalló en llanto incontenible…
Y en el Pueblo se festejó el suceso cuyo actor fue el “Enemático”, en la Botica que de allí en adelante se conocería por la “Enemática”.

Extracto del libro Mis Recuerdos de Atlacomulco de José trinidad Mercado Mora.





