Columna: DESDE LA BANQUETA
Por:Gabriel Escalante Fat*

« Es bella, más bella, muy bella. 
Es hoy, es mañana, es ayer. 
Es roca y es mirlo, es estrella, 
es siempre y es más: 
es mujer”. 

Alberto Cortez 

          Quizá resulta una obviedad destacar la importancia de la madre en la vida de cualquier persona. Sin ella, simplemente no existiríamos. Para muchos, nuestra madre representa un ícono, una persona esencial en nuestra personalidad y un referente en muchísimos aspectos.  
          Mi madre, nacida exactamente hace 108 años (31 de octubre de 1917) fue, a mi modo de ver, un ser excepcional.  

Si bien no ha sido la única mujer a quien la vida trató con dureza, incluso con crueldad, ella tuvo la fortaleza y supo mantener el ánimo para no doblegarse ante la más compleja o dolorosa de las circunstancias. Por eso la he considerado siempre como mi “heroína discreta”, como titulé el intento de biografía no autorizada que publiqué hace 8 años, como introducción al libro que edité en ocasión del centenario de su nacimiento.  

Hoy me permitiré contar tres anécdotas de Velia Fat Marmolejo —conocida en la literatura por su seudónimo, Velia Marmolejo Fat—, quien me trajo al mundo y me concedió el privilegio de estar conmigo por 49 años. Estas historias muestran el gran sentido práctico de mi madre, su talento para resolver las cosas sin ofender a nadie y, sobre todo, su capacidad para quedar bien con propios y extraños.  

UN PASTEL Y UN ADEUDO. 
          Debo haber tenido yo unos once años de edad. Eran días previos al 10 de mayo, que caería entre semana. Mi papá, por su trabajo, no estaría en casa, así que yo estaría solo con mi madre en tan señalada fecha.

Una tarde, al pasar por la farmacia de los señores Fournier —cuyos hijos eran mis amigos—, doña Jovita me preguntó si ya tenía regalo para mi mamá. Al responderle negativamente, ella me propuso: 

—¿Por qué no le regalas un pastel?, yo estoy preparando unos, creo que sería una bonita sorpresa. 

La idea me encantó, pero le dije que no tenía dinero para pagárselo, sino hasta el sábado que llegara mi papá.  

La víspera del día de las madres, me las ingenié para entrar a la casa sin que me vieran y esconder el pastel en un mueble del comedor.  Al día siguiente (que no hubo clases) me levanté temprano y puse el pastel sobre la mesa de la cocina; esperé a mi mamá para desayunar con ella. Se conmovió sinceramente con el detalle, cortó su pastel y nos comimos una rebanada cada quien. Nota al margen: no estaba nada bueno. 

No fue uno, sino dos fines de semana los que pasaron sin que yo le pidiera dinero a mi papá para liquidar mi adeudo. Mi mala memoria se combinó con mi irresponsabilidad, y no cumplí con mi compromiso.  Así que por allí del 22 o 23 de mayo, al llegar de la escuela, mi madre tenía una mala noticia para mí: 

—Pasé por la farmacia de Jovita —me dijo. Y yo supe la que se avecinaba, aunque nunca imaginé que la señora Fournier hubiera sido capaz de avergonzarme de esa manera.  

No necesitamos más palabras. Mi mamá me abrazó, me dijo que mi gesto le había gustado muchísimo y que sentía, tanto como yo, que me hubiera olvidado de pedir el dinero para pagar el pastel. Ella había cubierto los 35 pesos del adeudo. Todos en paz. 

Me quedé con un regusto dulce y amargo al mismo tiempo. Dulce, porque mi madre era incapaz de hacer algo para humillarme, así de grande era su amor. Amargo, porque otra madre me había evidenciado con la mía, para recuperar su dinero. Lección aprendida.  

EL CUADRO PREDILECTO. 
          En la década de los ochenta, mis padres tenían unos amigos muy cercanos y queridos: los doctores Leonardo y Asela Muñoz, un matrimonio que los visitaba con cierta regularidad, cuando pasaban de Ecatepec, donde vivían, hacia Aguililla, Michoacán —hoy, tristemente, territorio comanche—, en donde vivía su hija. 

En una de esas visitas, en fecha cercana al 10 de mayo, la doctora Asela le regaló a mi mamá un óleo pintado por ella: un jarrón con flores en un marco estilo barroco, dorado, de un dudoso estilo art-narcó. 

Mi madre, con diplomacia que hubiese envidiado el mismísimo Gilberto Bosques, le agradeció el presente y le dijo que buscaría un lugar destacado de la casa para colocarlo. 

A la siguiente visita de los Muñoz, el cuadro en cuestión colgaba sobre la chimenea del comedor, donde ese día tomamos los alimentos.  La artista amateur se sintió halagada por el trato preferencial hacia su obra y la amistad continuó por toda la vida. 

De lo que nunca se enteraron los amigos de mis padres fue de que, una vez concluida la visita, con varios kilómetros por medio, el cuadro era bajado de su sitio, protegido cuidadosamente con una funda y llevado al mismo lugar, pero tres metros más abajo, en una bodega del sótano de la casa, de donde salía a su lugar de privilegio cada vez que los doctores avisaban de una próxima visita. 

La delicadeza de mi madre y la prudencia de sus amigos —de nunca visitar intempestivamente— consiguieron la perdurabilidad de la relación. 

Reconociendo su ingenio, interrogué a mi mamá sobre el destino de los múltiples trabajos manuales —hechos en la escuela— que le regalaba los Días de las Madres.  

—¿Recuerdas —me dijo— que siempre los ponía en la sala o el comedor? Bueno, pasadas unas semanas, te decía: “vamos a guardarlo bien para que no se maltrate”, y el regalo pasaba al interior de una cómoda o a la parte alta de un clóset.  Tiempo después se iba diluyendo en el éter. 

¡Esa era mi madre! Incapaz de hacer sentir mal a un ser querido, pero sin que para ello tuviese que sacrificar la decoración de su casa. 

LA SOPA DE AJO. 
          Debo haber tenido unos 25 años de edad cuando, un domingo, me invitaron a comer en la cabaña de los papás de mi amigo el Gordo López. La señora Marus, una cocinera de excelencia, sirvió ese día lo que me pareció una de las sopas más ricas que había probado en mi vida: una sopa de ajo. 

De vuelta en mi casa, le conté a mi madre acerca de la exquisita comida, arrobado aún por el descubrimiento de tan maravilloso platillo de inicio, perfecto para aquella fría tarde —como casi todas— en mi pueblo.  Terminé la descripción y pregunté: 

—Mami, ¿tú sabes hacer sopa de ajo?. 

Mi maravillosa progenitora, que no solía mentir, me respondió con otra pregunta: 

—¿Quieres que te la prepare?— y sin esperar respuesta, afirmó: —El próximo domingo tendrás tu sopa de ajo. 

Llegó el fin de semana y con él mi infaltable visita al pueblo y a la casa familiar. Desde luego, el domingo en la mesa estuvo la prometida sopa. Igual de buena, igual de sustanciosa, con esos finos hilos de huevo vertidos en el último momento que la hacían única y una delgada rebanada de bolillo tostado, crujiente. La devoré hasta la última cucharada.  

—Te quedó riquísima— le dije con absoluta sinceridad. 

—¿Mejor que la de Marus?— me preguntó mi madre. 

—No podría decir si mejor, pero al menos igual— fue mi respuesta. 

Pasaron algunas semanas y varias sopas hechas por mi madre, cuando un día, de nuevo en la cabaña, doña Marus me preguntó: 

—¿Te hizo tu mami la sopa de ajo? 

—Sí— le dije. –Y le quedó muy buena ¿cómo lo supo? 

Doña Marus esbozó una sonrisa orgullosa. 

—Porque fue a verme para pedirme la receta. 

Solté la carcajada. ¡De veras que mi madre era única! No iba a dejarse superar ante mis ojos por su propia amiga. Por eso y un millón de cosas más siempre consideré a mi mamá un ser superior y por esa entrega absoluta a su familia, la amé tanto. 
         En los casi 16 años que han pasado desde el fallecimiento de mi madre, después de los primeros dos días, no he vuelto a llorar por ella. A cambio de esa ausencia de lágrimas, prefiero recordarla con sus actos, con sus obras, con la huella que dejó en mí. Y privilegio, cien a uno, sus cumpleaños sobre sus aniversarios luctuosos.  

Muchas gracias, lectores, por haber llegado hasta aquí. 

Guadalajara, Jalisco, octubre 29, 2025. 
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