Columna: CANDELABRUM
Por: Ximena Monroy*  
Nadie podría negar que los celtas eran grandes contadores de historias, como casi todas las civilizaciones que alguna vez construyeron sus acogedores nidos sobre la superficie de esta Tierra hermosa, salvaje y rugosa.  

Tenían historias a montones, breves, extensas, luminosas, tristes, útiles e inútiles, historias contadas por el puro placer de contar algo asombroso e historias que servían para dar explicación a lo incomprensible y para hacer que una sencilla vida a orillas de un río helado de Europa valiera la pena.  
Y por supuesto, ser grandes contadores de historias no era difícil en un paraje como aquel, tan adecuado para dar rienda suelta a las profundas meditaciones que suelen revolotear inquietas en la mente humana. Tierras lluviosas, frías y verdes del occidente europeo, donde el aire que corría implacable era puro y doloroso al contacto con la nariz, donde no había más distracción en una tarde cualquiera que sentarse alrededor de un manso fuego a escuchar lo que los sabios tenían para decir.  

Amores imposibles como el de Tristán e Isolda, fieros guerreros que murieron heroicamente, duendecillos pelirrojos, una bruja presa de un amor no correspondido que murió al amparo de un afilado acantilado por negarse a dejar de perseguirlo.  

Y las “Banshees” o “mujeres de los montículos de hadas", que aparecen para anunciar con su llanto lúgubre la muerte inminente de un miembro de la familia.  
Toda clase de fenómenos tienen lugar a cada paso de la experiencia humana, fenómenos bellos y atemorizantes, pero ninguno tan rodeado de bruma y misticismo como la muerte. 

Los celtas, que por definición no solían inclinarse ante nadie, se ponían de rodillas ante la muerte, como nosotros aún hoy, por el dolor insostenible y porque consigue hacernos extrañar hasta que la piel quema.  

Había un festival enteramente dedicado a los otros mundos, aquellos ubicados más allá del umbral de lo reconocible. Lo llamaban “Samhain” que significa “el fin del verano” y en esta fecha celebraban con el corazón temeroso el inicio de la parte oscura del año. Era una época de tinieblas y supersticiones pues el mundo de los dioses se hacía visible para los mortales.  
Según cuentan los historiadores, este tiempo estaba marcado por una “intensidad sobrenatural”, de modo que era preciso encender grandes hogueras en las que se arrojaban los huesos de animales sacrificados para equilibrar así el mundo de los vivos y el de los muertos.  

El fuego, además, hacía retroceder las feroces fauces de la oscuridad, la soledad y el terror. Sensaciones todas producidas por el contacto con las almas de los muertos y otros entes sobrenaturales no siempre amables que regresaban a sus hogares o a vagar por las sendas de los vivos durante las tres noches que duraba la celebración. 

Con la esperanza de confundir a los espíritus, los celtas solían disfrazarse y encender velas y linternas a las puertas de sus viviendas, también obsequiarse tartas dulces y demás golosinas, trazando un camino de tradición que se refleja hasta nuestros días en el mundialmente reconocido “Halloween”. Una palabra proveniente de la expresión inglesa “All Hallows’ Eve” que significa “Víspera de Todos los Santos”.  
Con la cristianización del mundo, las celebraciones paganas cambiaron de nombre, pero no de fecha ni de esencia, formando así un sincretismo que forma parte de nuestra herencia, de la gran historia de la familia humana.   

Pero es preciso cambiar las molduras del tiempo y del espacio para navegar con la imaginación hacia nuevos horizontes con los que uno se encontraría al cabo de un largo viaje a través del Atlántico.  

Un viaje en barco que posteriormente se haría, de hecho. Y muy valientemente.  

En el corazón de lo que los estudiosos llamaron Mesoamérica, se levantaba una civilización diferente a todo lo que se hubiera visto jamás.  

Imponentes construcciones que denotaban una ingeniería aun hoy indescifrable… y abundancia.  

Abundancia de todo. No las tierras frías en que sobrevivían los celtas sino tierras de colores imposibles y aromas de ensueño. Y calor. Mucho calor.  
En este estimulante contexto, los pueblos prehispánicos, que compartían con los demás pueblos del mundo (y especialmente con los celtas) la habilidad de ser grandes contadores de historias, originaron una mitología compleja, repleta de dioses con cualidades maravillosas como Huitzilopochtli, el principal dios azteca, concebido cuando su madre (la madre tierra) quedó fecundada por una pelota de plumas que cayó del cielo, o el llamado “Nuestro señor, el desollado” dios de la primavera. También estaba “la señora de la falda de jade”, diosa de las aguas vivas, las aguas en movimiento constante –ríos, lagos y mares –profundamente enamorada de Tláloc, deidad de la lluvia y la fertilidad, para quien los mexicas inventaron un mote poético y evocador: “aquel que hace que las cosas florezcan”.

Existía también la personificación del “Quinto Sol”, el regente de la era y patrón de los guerreros: Tonatiuh. Y la divinidad del viento, otra de las muchas representaciones de la “serpiente emplumada”.  

Pero su festival para la conmemoración de los muertos poseía un singular poder de atracción que nos ha arrastrado durante miles de años a mantenerlo vivo con la misma opresión en el pecho que las generaciones precedentes.  
Una profusión de aromas, colores y sabores entremezclados en una sinfonía armoniosa y agridulce que hacía las delicias del observador atento, ventiscas de recuerdos poliformes.  

Tras la conquista, los indígenas aceptaron mudar la fecha de esta celebración –que solía durar aproximadamente de agosto a septiembre, según su calendario –a los días 1 y 2 de noviembre para adaptarse sin grandes aspavientos a las festividades católicas.  

Vivimos en un universo de agua carbonatada, cuyas infinitas burbujas contienen un sinnúmero de cosas, pero las más hermosas son las historias.  

Hubo hace mucho dos pueblos, uno en Europa y otro en América cuyas historias comparten características sorprendentes. Los mismos tres días en que la membrana que separa éste de otros mundos, se adelgaza hasta el extremo de la inexistencia, permitiendo el tránsito libre de almas y otros seres no materiales.  

Uno podría pensar, después de una larga reflexión, que no se equivocaban.   
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