Columna: SEMBRANDO CIENCIA
Por: Dr. en C. Juan Martín Talavera-González*
Imagina que cada célula de tu cuerpo contiene una biblioteca completa con todas las instrucciones necesarias para construir y mantener tu organismo: el ADN. Pero, aunque todas las células tienen el mismo libro, no todas leen las mismas páginas. Una célula del hígado no necesita las mismas instrucciones que una del cerebro. Para decidir qué usar y qué ignorar, las células cuentan con un sistema sofisticado llamado epigenética. Este sistema no cambia las letras del libro (el código genético), sino que coloca “marcadores” químicos —como pestañas o notas adhesivas— que indican qué partes deben leerse y cuáles deben permanecer cerradas. 

Durante mucho tiempo, se pensó que el cáncer se debía únicamente a errores en el texto del ADN: mutaciones que alteraban genes clave. Hoy sabemos que también puede surgir cuando los marcadores epigenéticos se desordenan. En ese caso, los genes que deberían protegernos se apagan, mientras otros que impulsan el crecimiento descontrolado se encienden. Lo grave es que, al provenir de nuestras propias células, los tumores suelen pasar desapercibidos para el sistema inmunitario, que está entrenado para detectar invasores externos como virus o bacterias, no amenazas disfrazadas de “nosotros mismos”. 

Aquí es donde entra el trabajo pionero del doctor Daniel De Carvalho, investigador del Princess Margaret Cancer Center en Toronto. Él descubrió una forma ingeniosa de hacer que las células cancerosas se delaten a sí mismas. En nuestro ADN hay secuencias antiguas —restos de virus que infectaron a nuestros ancestros hace millones de años— que normalmente permanecen silenciadas gracias a marcas epigenéticas. Estas secuencias forman parte del llamado “genoma oscuro”, esa porción del ADN que no codifica proteínas y que antes se consideraba “basura”. Pero De Carvalho y su equipo demostraron que, al administrar ciertos fármacos que eliminan esas marcas silenciadoras, esas secuencias virales se activan dentro de las células tumorales. 
El resultado es sorprendente: las células cancerosas comienzan a comportarse como si estuvieran infectadas por un virus real. Producen señales moleculares de alarma que el sistema inmunitario reconoce al instante. A este fenómeno se le conoce como “mimetismo viral” (viral mimicry), y funciona como una especie de trampa: el cáncer, al revelar su actividad viral falsa, pierde su camuflaje y se vuelve vulnerable. Es como si, de repente, encendiera luces estroboscópicas y sirenas dentro de sí mismo, atrayendo la atención de las defensas del cuerpo. 

Pero el doctor De Carvalho no se detuvo ahí. También desarrolló una prueba de sangre revolucionaria capaz de detectar cáncer incluso antes de que aparezcan los primeros síntomas. Esta prueba se basa en el análisis de fragmentos de ADN que las células —tanto sanas como tumorales— liberan al torrente sanguíneo cuando mueren. A estos fragmentos se les llama ADN libre circulante. Usando una técnica llamada cfMeDIP-seq, los científicos pueden leer los patrones de metilación (esas “notas adhesivas” epigenéticas) en ese ADN y distinguir si proviene de un tumor. Lo más impresionante es que, en muchos casos, la prueba no solo confirma la presencia de cáncer, sino que también identifica su tipo: pulmón, páncreas, colon o incluso tumores cerebrales, sin necesidad de biopsias invasivas. 

Estos avances, reconocidos con el Premio Gairdner Momentum 2025, están transformando la oncología. Por un lado, ofrecen nuevas estrategias terapéuticas que aprovechan al propio cuerpo para combatir el cáncer. Por otro, abren la puerta a la medicina personalizada: en lugar de tratar a todos los pacientes con el mismo protocolo, los médicos podrían diseñar terapias adaptadas al perfil epigenético específico de cada tumor, todo a partir de una simple muestra de sangre. 

El camino no ha sido fácil. Al principio, la idea de que secuencias virales dormidas pudieran usarse contra el cáncer parecía descabellada. Pero con persistencia, evidencia y colaboración, De Carvalho y su equipo lograron cambiar la forma en que entendemos y enfrentamos esta enfermedad. Su historia es un recordatorio poderoso: la ciencia avanza no solo con grandes teorías, sino con curiosidad, creatividad y la voluntad de explorar lo que otros ignoran. Y, sobre todo, con la esperanza de que cada descubrimiento pueda traducirse, algún día, en una vida salvada. 
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