Columna: OPINIÓN
Por: Ana Karen Flores*
La justicia y los derechos humanos constituyen dos pilares fundamentales en la construcción de sociedades democráticas, equitativas y sostenibles. Hablar de justicia sin derechos humanos sería hablar de un aparato legal vacío; y hablar de derechos humanos sin justicia sería reducirlos a declaraciones aspiracionales sin mecanismos reales de cumplimiento. Este artículo busca reflexionar, desde una perspectiva crítica y de opinión, sobre cómo ambos conceptos se entrelazan, se tensionan y se fortalecen en el contexto contemporáneo.

La justicia, en su concepción más amplia, es la búsqueda del bien común a través de la equidad, la imparcialidad y el respeto a las normas compartidas. Desde Aristóteles hasta John Rawls, el debate sobre qué significa ser justo ha estado presente en todas las culturas y épocas. Aristóteles concebía la justicia como la virtud que regula la vida en comunidad, mientras que Rawls, en el siglo XX, propuso la idea de la justicia como equidad, colocando en el centro el principio de igualdad y la prioridad de los más desfavorecidos.

Pero más allá de la teoría, la justicia se materializa en los sistemas judiciales, en las políticas públicas y en las decisiones que impactan la vida de millones de personas. Los tribunales, los códigos legales y las instituciones no son meras abstracciones: representan la forma concreta en que una sociedad entiende y aplica su noción de justicia.

El problema surge cuando la justicia se instrumentaliza. En muchos países, los sistemas judiciales se ven sometidos a presiones políticas, económicas o culturales que terminan desvirtuando su razón de ser. La justicia se convierte en privilegio de quienes pueden pagarla o manipularla, dejando a los más vulnerables en una situación de indefensión. Ejemplos abundan: desde sistemas penitenciarios saturados y deshumanizados, hasta jueces cooptados por el poder económico o político. La justicia deja de ser un derecho universal para convertirse en un recurso elitista.

Los derechos humanos son una construcción histórica y política que ha buscado establecer un piso mínimo de dignidad para todos los seres humanos. Tras las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, la Declaración Universal de 1948 marcó un antes y un después. Ese documento recogió, en 30 artículos, principios básicos de libertad, igualdad y fraternidad que debían ser respetados por todas las naciones.

Sin embargo, la distancia entre la proclamación y la realidad sigue siendo abismal. Hoy, en pleno siglo XXI, asistimos a violaciones sistemáticas de derechos humanos en múltiples latitudes: migrantes tratados como mercancías, pueblos indígenas despojados de sus territorios, mujeres víctimas de violencia estructural, minorías perseguidas por motivos de religión, raza u orientación sexual, periodistas asesinados por ejercer su oficio.

Además, los derechos humanos no son estáticos: se expanden y redefinen. En las últimas décadas hemos visto la incorporación de derechos vinculados al medio ambiente, la identidad de género, la diversidad cultural y el acceso a la información. Estos nuevos derechos plantean desafíos al sistema jurídico internacional y nacional, pero también abren la puerta a una comprensión más integral de la dignidad humana.

El reto es cómo pasar de la retórica a la garantía efectiva de esos derechos. De poco sirve firmar tratados y convenios internacionales si luego no se destinan recursos para cumplirlos o si no existen mecanismos que obliguen a los Estados a rendir cuentas. En muchos casos, los derechos humanos son invocados de manera selectiva, dependiendo de los intereses geopolíticos en juego.

Es imposible pensar en justicia sin derechos humanos, y viceversa. La justicia es el mecanismo a través del cual los derechos humanos pueden hacerse realidad. Sin jueces independientes, leyes claras y accesibles, instituciones sólidas y participación ciudadana, los derechos humanos se convierten en simples declaraciones vacías.

De la misma manera, los derechos humanos le dan contenido ético y moral a la justicia. Un sistema judicial que no protege la vida, la libertad, la igualdad o la dignidad de las personas no puede llamarse justo. La justicia sin derechos humanos se convierte en formalismo legal, en aplicación mecánica de normas desprovistas de sentido humano. Por eso, ambos conceptos deben ser entendidos como dimensiones complementarias y no como esferas separadas.

Un ejemplo claro de esta interdependencia se observa en los tribunales internacionales, como la Corte Penal Internacional o la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Estas instancias no solo juzgan violaciones a normas jurídicas, sino que interpretan esas normas a la luz de los derechos humanos. Allí se hace evidente que la justicia adquiere legitimidad únicamente cuando se fundamenta en la protección de la dignidad humana.

Entre los desafíos contemporáneos que ponen a prueba la relación entre justicia y derechos humanos destacan:
  • Desigualdad económica: La concentración de la riqueza global genera exclusión y limita el acceso a la justicia. Un sistema que favorece a los ricos y margina a los pobres no puede aspirar a ser justo. La brecha económica no solo afecta el nivel de vida, sino también el acceso a abogados, recursos judiciales y reparaciones efectivas.
  • Tecnología y vigilancia: El uso de datos masivos, algoritmos y sistemas de inteligencia artificial plantea dilemas éticos enormes. La seguridad puede fortalecerse, pero también se arriesga la privacidad y la autonomía individual. El reconocimiento facial, el rastreo digital y la vigilancia masiva pueden convertirse en herramientas de control y represión.
  • Cambio climático: La justicia ambiental es ya un eje inseparable de los derechos humanos. Las poblaciones más pobres son las más afectadas por desastres naturales, contaminación y escasez de recursos. Aquí se evidencia que la justicia no es solo cuestión de tribunales, sino de políticas globales que protejan la vida y el planeta.
  • Migraciones forzadas: Millones de personas son desplazadas por guerras, violencia, persecuciones o pobreza extrema. Sin embargo, los sistemas internacionales de protección resultan insuficientes. En lugar de soluciones solidarias, muchos países responden con muros, expulsiones y criminalización del migrante.
  • Violencia estructural: Desde el racismo institucional hasta el patriarcado, existen estructuras de poder que perpetúan desigualdades y violaciones de derechos. La justicia no puede limitarse a castigar delitos individuales, debe también cuestionar y transformar las estructuras que generan violencia.
De ahí que la globalización, la revolución digital y las crisis ecológicas exigen nuevas formas de entender la justicia y los derechos humanos. Es probable que veamos un fortalecimiento del derecho internacional, pero también un aumento de los nacionalismos que buscan restringir su aplicación. La tensión entre soberanía y derechos humanos será un debate central.

En definitiva, la justicia y los derechos humanos no pueden entenderse como compartimentos estancos. Son parte de un mismo proyecto ético y político: construir sociedades donde cada persona pueda vivir con dignidad, libertad y seguridad. La tarea es inmensa, pero impostergable. La justicia sin derechos humanos es ciega; los derechos humanos sin justicia son mudos. Solo en su unión podremos aspirar a un mundo más justo y verdaderamente humano.
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