Columna: CANDELABRUM

Por: Ximena Monroy*

“Citius, altius, fortius” es una locución latina que significa “más rápido, más alto, más fuerte” y es el lema de los Juegos Olímpicos desde sus comienzos en 1896 hasta la actualidad.

Resulta particularmente estimulante porque resume con una precisión admirable el carácter de la humanidad, el incesante anhelo de establecer nuevas fronteras para sus capacidades, la imposibilidad de aceptar los límites, el miedo a la quietud y al silencio de la seguridad.

En el fondo, al hombre en conjunto le ha aterrado siempre el conformismo -las construcciones pequeñas, las distancias pequeñas, el intelecto pequeño, el riesgo pequeño –porque se sabe que cuando el hombre empiece a recorrer el angustiante camino de la pequeñez, se precipitará inexorablemente hacia su propio fin, el fracaso de la especie.
Por esto y siguiendo un hondo instinto de supervivencia, se afana en buscar la grandeza, nunca ajeno al hambre y la sed de seguir existiendo, de vivir y hacerlo bien, de supremacía, de mantener  el control del mundo entero, un hambre y una sed omnipresentes que rayan en el dolor de entrañas.

Mirando los torneados cuerpos de los atletas, el esfuerzo de toda una vida pasada por el sacrificio, las inquietas gotas de sudor que se precipitan al vacío o admirando las hazañas de las mentes fulgurantes que fraguan las caminatas espaciales, uno no puede sino preguntarse por la íntima motivación de todo esto.

Sueños. Soñar demasiado es una característica humana. Hay ocasiones en que la dosis de sueños es demasiado alta y la vida nos cierra la puerta en las narices, como aquella vez en 1912 en que un barco gigantesco no pudo completar ni siquiera su viaje inaugural. El “Titanic” fue un ejemplo de sueño frustrado pero valía la pena arriesgarse.
Esto nos conduce a pensar que la esencia es el riesgo. Todo se reduce al riesgo.

Algo fundamental que hay que entender de la naturaleza del hombre es que hasta la más insignificante actividad que realiza implica un cierto grado de riesgo: hacerse daño, sufrir, decepcionarse, enfermarse y en última instancia morir.

Y sin embargo es el riesgo lo que condimenta la vida y la existencia de esta especie extraña.

Sin eso  -sin rozar los sutiles límites que separan la salud de la enfermedad, el bienestar del malestar, lo posible de lo imposible, la vida de la muerte- la existencia humana no sería más que un trozo de papel insípido y estrafalario, apenas una caricatura o una odiosa parodia.

Por esto, para desafiar los límites, los hombres construyeron estructuras fantasiosas y absurdamente complejas ya desde los primeros amaneceres de la civilización. Pensemos por ejemplo en las siete maravillas del mundo antiguo, una lista de superestructuras que diversos autores griegos consideraban dignas de ser visitadas al menos una vez en la vida, portentos que desafiaban lo imaginable: la Gran Pirámide de Guiza, la única que sobrevive hasta nuestros días gracias a la maestría de su arquitectura triangular, orgullo del ingenio egipcio, los Jardines Colgantes de Babilonia cuya existencia es debatible todavía entre el círculo de académicos porque da de lleno en el ego del hombre moderno, el Templo de Artemisa, un precioso bastión de fe y adoración, la Estatua de Zeus en Olimpia, derroche de oro y marfil para honrar al más poderoso de los dioses del Olimpo que según se sabe aparecía sentado, el Mausoleo de Halicarnaso, la tumba del sátrapa Mausolo y su último desafío al gran silencio del reposo eterno, el Coloso de Rodas, una inmensa mole de bronce que representaba al dios Helios con una pierna a cada lado del puerto porque nada somos sin el sol, y el Gran Faro de Alejandría, construido en la isla de Faros para guiar a los barcos hacia la serena seguridad de Alejandría.
Caeríamos en un error si nos atreviéramos a subestimar la capacidad del hombre para probarse y luego superarse a sí mismo.

Por el riesgo, que le hacía sentirse peligrosamente vivo y gozoso, y quizá también por un dejo de vanidad, Philippe Petit –un equilibrista y mago francés –tendió un delgado cable entre las Torres Gemelas (hoy de triste recuerdo) aquel tortuoso y emocionante 7 de agosto del año 1974 y se dispuso a caminar sobre él con la perfecta calma de quien está seguro de haber averiguado el verdadero propósito de su vida.

El hombre caminó a una altura de 417 metros y realizó ocho pases entre ambas torres en un acto que duró aproximadamente 45 minutos. Consideró además añadir un soplo de tención y dramatismo a su gran actuación haciéndolo de forma ilegal.

Lo que sintió allá arriba escapa cualquier intento de comprensión, simplemente era la sublime sensación de haber hecho añicos la imposibilidad.
Navegamos a través de los mares sin tener aletas o la asombrosa cualidad de respirar bajo el agua como los peces, surcamos los aires con la ligereza de las plumas de las aves a pesar de carecer de la capacidad fascinante de volar, y destrozamos distancias con nuestras propias piernas, con bicicletas, autos, trenes o transportes subterráneos, estableciendo todo el tiempo nuevos récords y contemplando el alto coste que debemos pagar: el riesgo interminable de que algo salga mal y al mismo tiempo anhelando la otra cara de la moneda: sentirnos invencibles cuando todo sale bien.

Para concluir, me gustaría mencionar que en los Juegos Olímpicos Tokio 2020 celebrados en 2021 por la gran pandemia de COVID-19, se hizo una hermosa adición al lema:

“Citius, Altius, Fortius - Communiter”, “más rápido, más alto, más fuerte - Juntos”

Porque en nuestra absoluta vulnerabilidad descubrimos eso, que sólo es posible arriesgarnos juntos.   
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