Columna: LA LIBRETA DE JACK
Por Jacobo Gregorio Ruiz Mondragón*
Quienes estamos inmersos en el ámbito educativo, despedimos a la Profra. Evangelina Alcántara Díaz de Lara, que ya no está físicamente con nosotros, cuya huella permanece viva en cada corazón que tocó, en cada vida que transformó y en todos los alumnos que formó con paciencia, amor y entrega.
No se trata de recordar su trayectoria, sino reconocer que, en sus palabras, en sus gestos y en su ejemplo, sembró en generaciones enteras, con la paciencia de quien sabe que cada semilla, tarde o temprano florecerá, y de ella, germinarán otras nuevas, replicando tan excepcional ciclo.
Decía Paulo Freire: «La educación no cambia al mundo: cambia a las personas que van a cambiar el mundo». Y la maestra «Vange», lo entendió en su génesis, predicando con el ejemplo de la excelencia: ser la mejor estudiante del País. Un galardón, con el cual nos enseñó que la disciplina y la perseverancia abren puertas, que la pasión ilumina senderos y que el conocimiento es una antorcha que se comparte, que enciende conciencias, despierta talentos y alimenta sueños.
Una gran personalidad siempre atrae a otra con la misma fuerza, porque las almas gemelas se reconocen incluso en el silencio, y así es como compartió su pasión por la educación, con el Profr. Camerino Lara Castillo, compañero de vida, de ideas, acciones y emociones, y ahora, seguramente «socios» de nuevos proyectos educativos, en un universo distinto.
Ella sabía que la educación no sólo era un edificio de muros y ventanas, pupitres y pizarras, sino un espacio donde las ilusiones de niñas, niños y jóvenes podían alzar el vuelo. Allí, bajo su guía, aprendieron no sólo a leer y escribir, también a mirar el mundo con los ojos de la esperanza. Y justamente esa visión, se convirtió en el sendero para fundar tanto el Jardín de Niños Ma. Trinidad R. de Sánchez Colín como la Escuela Normal de Atlacomulco, y quienes ahí se forman, ayer como ahora, asumen su legado: transformar vidas.
La educación en sus manos fue como un río: a veces tranquilo, a veces impetuoso, pero siempre claro y generoso. Y en ese río, se debía aprender a nadar entre letras, números y valores, hasta llegar a ser la mejor versión de sí mismo.
En el recuento de su existencia, la vocación de aprender y la decisión de ser extraordinaria maestra, se abrevia en el hecho de que pudo presumir haber conseguido muchas cosas que pocos logran, pero eso no le impidió afirmar que pudo conquistar más, pues en cada responsabilidad, supo llevar la sensibilidad de ser maestra y la firmeza de los cargos de la administración pública, porque comprendió que la justicia social se construye con oportunidades, libros abiertos y manos tendidas.
Según Albert Einstein: «La educación es lo que queda después de olvidar lo que se ha aprendido en la escuela», y en nosotros quedará su ejemplo: la vocación llevada al más alto nivel, la entrega sin medida, bajo la máxima de que enseñar también es amar al pueblo, pues formar a los hijos de Atlacomulco es fortalecer su identidad, su historia, su presente y su proyección a futuro.
Sus pasos ya no se oyen en las escuelas, pero incluso, después de su partida, su voz seguirá siendo eco, en cada maestra o maestro que ejerza la docencia con inagotable pasión y en cada educando que sonría al aprender. Porque un maestro nunca muere del todo: pues nunca se puede decir dónde terminará su influencia. ¡Gracias!, por recordarnos que la grandeza no está en lo que saben, sino en lo que inspiran.
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