Por Gabriel Escalante Fat*
“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos
y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio,
logramos sobrellevar el pasado.”
Gabriel García Márquez.
Mi pueblo ha estado, en las semanas recientes, en el candelero de las redes sociales. Desafortunadamente, no por buenas razones, sino por el pésimo desempeño de la presidenta municipal que dice gobernar el municipio de El Oro, desde el pasado 1 de enero.
Seis meses caóticos, llenos de arbitrariedades, decisiones al capricho, dispendio y mala administración, para ser parcos.
No quiero seguir abundando en el tema. A la distancia es poco lo que en realidad puedo hacer, y no es mi intención volver —ni siquiera por pocos días— a la tierra que me vio nacer y de la que tantos recuerdos guardo.

Quiero en cambio, en esta ocasión, plasmar por escrito unos cuantos episodios que vienen a mi memoria, sucedidos en mis años de infancia y adolescencia. Intentaré dibujar, desde mi óptica personal, lo que era el hoy Pueblo Mágico, en las décadas de los ’60 y ’70, cuando —muy poco a poco— El Oro comenzó a recuperar la esperanza.
1965. A los cuatro años de edad, mi madre empezó a dejarme circular solo, por las calles casi desiertas del pueblo. La ruta, muy estudiada, no implicaba ningún peligro; a pesar de ello, se tomaban precauciones extremas. Para recorrer los 230 metros que mediaban entre mi casa, en La Ruleta, y la de mis tías, en Jardín Madero, era necesario hacer antes una llamada telefónica en la que mi mamá informaba: “va Gabriel para allá”. Después de eso, me acompañaba a cruzar de su mano la calle de La Ruleta, una terracería semicerrada por la que no circulaban más de 6 automóviles. Entonces, yo emprendía la marcha, siempre por la banqueta de superficie irregular.

He de decir que iba muerto de miedo, pero no era algo que yo fuera a confesar; ir solo por la calle me hacía sentir importante. Así que me valía de una argucia para infundirme seguridad: saludaba a todas las personas que atendían comercios sobre mi ruta. Polo, en la botica, era el primero; siempre sonriente. Venía luego un tramo largo hasta llegar a la carnicería de don Pancho y su hijo Chepo, dos hombretones tan grandes como amables. Don Pepe Reyes, siempre en la puerta de su nevería, también tenía un buen gesto hacia mí. Y así cinco o seis personas más en el trayecto me iban confiriendo confianza, mientras yo me decía: “él me cuida, él me conoce”. Seguramente que estos adultos se sorprendían con un chiquillo tan amable; quizá nunca sospecharon que no era amabilidad, sino miedo, lo que me movía a saludarlos.
Cuatro o cinco minutos después de soltar la mano materna, yo estaba cruzando el umbral de la casa de mis tías, quienes, por supuesto, me habían dejado la puerta entreabierta, ante mi imposibilidad de alcanzar el timbre para anunciar mi llegada. Otra llamada telefónica, esta vez en sentido contrario, dejaba a mi madre tranquila después de escuchar: “el Chato ya está con nosotras”.

1967. Una escuela con trece grupos, pero sólo 10 aulas, hizo que mi primer ciclo escolar en la primaria (que entonces se cursaba de enero a octubre), lo pasara fuera del edificio de la Melchor Ocampo. Dos grupos ya tenían lugar en el viejo Oro Club, pero el mío (2° grado) se hacinaba en un cuartito de la escuela, mientras se conseguía un espacio más adecuado. La generosidad de don Alfonso y doña Magda Gómez, nos permitió utilizar un gallinero recién construido por ellos, anexo a su casa, que no había sido aún utilizado como tal, lo que no lo eximía de tener las ventanas con tela de alambre, en lugar de vidrios, y un techo rústico de vigas y láminas de asbesto. La situación de los sanitarios se resolvió con pragmatismo: las niñas y la maestra utilizarían un baño de la casa de los señores Gómez; los niños (enorme mayoría) podríamos ir a mi casa, a la vuelta de la esquina, en donde, ingresando por la cochera, tendríamos acceso a un bañito secundario construido recientemente por mis padres.
A falta de un patio escolar para nuestros recreos, teníamos “El Parquecito”, una explanada de terracería y taludes con pasto, en donde convivíamos con algunos borregos que solían pastar por allí.
Los lunes por la mañana llegábamos primero al edificio de la escuela, para los honores semanales a la bandera. Después, ordenadamente, caminábamos hacia nuestro gallinero (300 metros), conducidos por nuestra joven y querida profesora Esperanza Morales.
Puedo asegurar que, con carencias e improvisaciones, fue un año sumamente feliz e inolvidable.

1970. El domingo 3 de mayo, el Ayuntamiento que encabezaba don Ángel Castillo, decretó que, a partir de ese año, el primer domingo de mayo se celebraría el “Día del Minero de El Oro”, a fin de reconocer a los trabajadores que, en tiempos idos, habían entregado su esfuerzo —otros incluso su vida— para que nuestro pueblo alcanzara la época de esplendor, ya tan lejana.
Un centenar de personas nos dimos cita alrededor del vetusto y deteriorado “castillo” de la mina Tiro Norte, edificación emblemática de nuestro pueblo, para acompañar al ayuntamiento —en el que mi madre era síndico municipal— a este acto cívico.
Unos pocos mineros, ancianos y retirados, fueron reconocidos en el discurso principal del evento. La falta de recursos y de planeación ocasionaron que no se pudiera tener una placa metálica alusiva; en su lugar, un cartón impreso y enmarcado con sencillez, dio fe de la nueva efeméride. Ese detalle fue narrado con crueldad por el único periodista presente: un corresponsal de Excélsior que publicó su nota en la primera sección del diario, al día siguiente.

Pero más allá de placas, poca asistencia y carencia de recursos, ese Día del Minero de El Oro fue una declaratoria firme, enérgica y optimista, de que nuestro pueblo no sucumbiría al olvido ni al abandono.
1975. El equipo de beisbol Tigres de México está en El Oro. Ha venido, en pretemporada, a jugar contra un combinado de El Oro. ¿El motivo? La inauguración de la Unidad Deportiva Tiro Norte, que cuenta con un mini estadio de beisbol, una cancha de basquetbol y una de tenis.
Esta mañana, apenas cinco años después de aquel Día del Minero, que no se volvería a celebrar, Tiro Norte está a rebosar. Hay un ánimo distinto en el pueblo. Por primera vez hemos visto un cambio notable: tenemos una nueva escuela primaria, nuestro teatro ha sido restaurado, las calles principales están adoquinadas y, bajo ellas, corre una nueva red de drenaje y agua potable. Y la cereza del pastel es esta unidad deportiva en donde —increíblemente— está jugando mi equipo favorito.
Hay una nueva luz en El Oro, que nos da motivos para estar entusiasmados.

1976. Quizás un hecho que para muchos no tuvo importancia. Pero para mí, gran aficionado al circo, la llegada de las carpas del Hermanos Suárez a la nueva unidad deportiva, me emocionaron hondamente. ¡Por fin un circo en toda la línea! El enlonado cubría casi todo el campo deportivo, los remolques tuvieron que quedarse fuera, sobre el camino. Fui a dos funciones, por lo menos, que se llenaron al tope. No sé de dónde salió tanta gente, en un pueblo tan pequeño como era entonces El Oro.
Un poco después, algo desesperados porque el Teatro Juárez estaba hermoso, pero tenía muy pocas actividades artísticas, un grupo de amigos formamos una asociación y nos propusimos llevar al recinto neoclásico un concierto de altura. Un año antes había tocado la Sinfónica del Estado de México (lo conté en mi artículo “De Bátiz a Alondra”) (1), pero nosotros queríamos algo más.

Después de discusiones, intentos fallidos y bandazos, decidimos que el barítono Hugo Avendaño sería el artista ideal para engalanar el Juárez. Ciertamente brindó un concierto memorable… con la sala a medio cupo, lo que representó una pérdida económica significativa, que llevó, en pocos meses, a la extinción de la entusiasta pero inexperta asociación.
En septiembre de ese mismo 1976, se consigue un beneficio más, en el sector educativo. Abre sus puertas la Secundaria Técnica número 2, que llega a ampliar la oferta de educación media básica en El Oro, hasta entonces monopolizada por una sola institución. Con esta escuela, llega a El Oro un personaje que, sólo 6 años después habría de alcanzar —con una oposición numerosa— la presidencia municipal de El Oro, marcando un parteaguas en el estilo de administrar un municipio. Con el profesor Agustín Nieto Suárez, atlacomulquense, el Ayuntamiento de mi pueblo se transforma en una institución manejada profesionalmente.

1977. Una noche alrededor de una fogata, afuera del granero de la casona de Tiro México, propiedad de la familia Bringas. La Comuna Paloma, un grupo hippie que estuvo viviendo en ese lugar por varios años, se ha reducido a sólo dos miembros. Juan Manuel Corona y su amigo Guillermo (el “Profesor X2 Verde”). Juan Manuel se ha integrado a la economía formal; su amplia cultura y carácter lo hacen idóneo para hacerse cargo de la biblioteca de la nueva secundaria.
Sin embargo, ese lugar aún mantiene un aura especial. No hace falta mucho alcohol para conseguir un ambiente bohemio. La guitarra de Juan Manuel es el núcleo alrededor del cual se canta, se platica, se declama… y sobre todo, se vive. Por allí, una pareja se separa del grupo buscando un poco de intimidad. Allá, el brillo de unos ojos profundos en el rostro lindo de una chica apenas adolescente, se convierten en un imán poderoso. Y todos —como en la canción de Serrat— nos damos la mano sin importarnos la facha. ¡El Oro ya era mágico, décadas antes de que Sectur lo certificara!

El tiempo pasa pronto, las malas rachas, así sean provocadas por personas indeseables, vanas y llenas de odio, no pueden ser eternas. Un día —tarde o temprano— El Oro despertará de esta pesadilla y estos personajes de ópera bufa desaparecerán de la memoria colectiva del municipio.
¡Ánimo, tierra mía!
Guadalajara, Jalisco
Julio 10, 2025.

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(1) Nota relacionada: https://revistadinteres.com.mx/2025/03/31/de-batiz-a-alondra/




