Por Jacobo Gregorio Ruiz Mondragón*
«El derecho es el conjunto de condiciones que permiten a la libertad de cada uno, acomodarse a la libertad de todos», pero «es el espíritu y no la forma de la ley lo que mantiene viva a la justicia», como decían Immanuel Kant y Earl Warren, respectivamente.
En México, prevalece la idea de que hay leyes para todo, menos para que se cumplan; y hay justicia para todos, menos para los que la necesitan. Bajo esa premisa, al estilo de Carlos Monsiváis, el derecho podría ser un género literario, salpicado con tintes de realismo mágico, teatro de lo absurdo, novela trágica, y algunas veces, una simple historia con un buen final. Aunque tal supuesto, no es del todo ajeno a la realidad, hay quienes seguimos creyendo, no sin una buena dosis de terquedad y un tanto de esperanza, que el derecho puede ser algo más que administrar silencios y combatir arbitrariedades.
Algunas historias se escriben con tinta, otras con fuego; y en medio de ambas, el derecho intenta poner orden al caos de lo humano. Como en toda profesión, y ésta no es la excepción, está integrada de luces y sombras, hay quienes, en el ejercicio profesional, se apartan del sendero de la legalidad, pero también y hay que decirlo, otros que adoptan a la ley como guía y a la conciencia como asesor, eligiendo el difícil camino de lo justo sobre lo fácil, y lo correcto sobre lo cómodo.
No se trata de ser, sólo intérpretes de ordenamientos jurídicos o disposiciones administrativas sino de ser arquitectos de la justicia; puente entre la ley y la esperanza; brújula en el inmenso laberinto de los conflictos humanos y guardianes del equilibrio en una sociedad que a veces se tambalea por idiosincrasia o por esa incomprensible necedad de saltarse las reglas.
De ahí que, invocando el decálogo del abogado, de Eduardo J. Couture, y en específico, el octavo mandamiento, «hay que tener fe en el derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la justicia, como destino normal del derecho; en la paz, como sustituto bondadoso de la justicia; y, sobre todo, fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz».
La idea no es celebrar grados o títulos, sino la dignidad de quienes, sin la exclusividad de la toga o el estrado, desde luego invaluable tarea, imparten justicia desde su trinchera: en la abogacía, en el servicio público, en la docencia, en la investigación o en una colectividad que aún confía en que el derecho puede ser más escudo que espada. Napoleón Bonaparte, aseguraba: «solo hay dos fuerzas en el mundo: la espada y el espíritu. A la larga, la espada siempre será vencida por el espíritu. Y es el alma invencible del hombre, y no la naturaleza del arma que porta, lo que asegura la victoria o la derrota».
En la filosofía de Piero Calamandrei: «Quien confía en la justicia, aún a despecho de los astrólogos, hace cambiar el curso de las estrellas». Que la pasión por el derecho continue iluminando el camino de quienes, al amparo de la ética, la justicia y el derecho, cimentan sus precedentes o la jurisprudencia de su día a día.
¡Feliz día de las abogadas y los abogados!

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