Por José Trinidad Mercado Mora*

Voy a suplicar a los lectores que me permitan ponerme un poco “apantallador” para el siguiente relato:
La historia nos cuenta que hace miles de años, los romanos, convertidos en conquistadores del mundo y consecuentemente civilizadores de los pueblos subyugados, llegaron a grado tal, que difundieron por todo el orbe la frase rotunda y contundente muy conocida que marcaba la síntesis de sus conquistas: TODOS LOS CAMINOS LLEGAN A ROMA; no sólo como síntesis, sino como un RETO a la humanidad. Y cuéntase también que, a más de guerreros y dominadores, tenían, claro, su modo de vivir y costumbres propias. De éstas, resaltaba una que, de tan grande, los ponía casi en la ingenuidad, pues según la propia historia nos cuenta que ya en la vida ciudadana, los romanos que necesitaban de pequeñas piezas para comodidades hogareñas las mandaban hacer con los artesanos, y a la entrega de las piececitas, las pagaban, vean ustedes cómo: CON SAL.  
Esa era la costumbre y nadie intentaba rechazarla. Había regateos, sí, pero ellos no modificaban la “moneda” de pago.
Si de los romanos damos un salto sin precedente hasta los siglos XIX y XX que nos sitúe nada menos que en ATLACOMULCO, entre nuestros aborígenes y mestizos, encontramos una relación no supuesta, sino real y efectiva, en el TRUEQUE de frutillas y humildes comestibles por SAL. ¿Será esto un remedo de aquellos milenarios tiempos o algo original de nuestros aborígenes? Nadie podrá asegurar ni una ni la otra cosa.
Y bien. Entremos a LAS COMPRAS DE ATLACOMULCO EN LOS DÍAS DOMINGOS.
Esta costumbre que se practicaba desde mediados del siglo XIX y se continúo hasta la tercera década de nuestro siglo (XX), ha desaparecido, pero dejó pintorescos y gratísimos recuerdos por la forma de llevarse a cabo.
Los días domingos, después de asistir a la misa segunda y tomar el necesario desayuno, las amas de casa se apresuraban para salir a la plaza, llevando como objetivo principal el de “Las Compras”. El lado poniente del balaustrado del jardín principal, donde se formaban ordenadamente tres hileras de “naturalistas” con sus precarios cargamentos, exhibiéndolos rudimentariamente. En el extremo izquierdo se levantaban dos volcanes de sal de tierra, de una blancura tal, que, al cubrirlos el sol, lastimaban la vista. Estos volcanes o puestos de sal, los atendían el popular don Antonino y don José María, desde muchos años atrás, al atender a la clientela que era numerosa y exigente con una medida cúbica, que hundiéndola la sacaban copeteada por “cuartilla” o tres centavos de la época. Estos eran los dos únicos lugares donde se compraba con moneda: utilizando la sal para el trueque.
Las amas de casa se clasificaban perfectamente en tres categorías por sus indumentarias que eran a la vez las posibilidades económicas que guardaban; pero todas hacían su presencia en primer lugar en “Las Compras”.
Enfundadas en finos vestidos, con el clásico peinado de chongo, precioso chal de lana y enagua muy ampona estilo “pompadour”; seguidas de dos sirvientas con grandes canastas; se llegaban las adineradas.
Una segunda categoría la representaban las señoras de medianos recursos, quienes, luciendo sus vestidos domingueros en organdí o telas vaporosas, cubriéndose con rebozos palomo o listado de Santa María, llevaban su canasto pendiente de la mano izquierda, y la categoría de las humildes con sus ropitas de percal o cambaya, cubriéndose desde la cabeza con corrientito rebozo de algodón, tapando con el mismo la canastita pendiente del codo izquierdo, que no permitía ver lo precario de sus adquisiciones. Los domingos eran los únicos días en que había que surtirse de verduras, recaudo, frutas y algunos comestibles.
En un ambiente de frío congelador, esas clásicas mañanas heladas atlacomulquenses, invadidas por una neblina que en la mayoría de las veces borraba las imágenes, las “naturalistas” esperaban a la clientela para el consabido truque. Y era de ver cómo familiarmente se mezclaban las amas y se recomendaban dónde encontrarían de lo mejor.
Para el cambio o trueque por sal, había: “juanitos”, nopales, y zendejés; ingredientes básicos para la ensalada; gorditas de elote y temushás; tortillas de trigo y azules; pozole o trigo tierno cocido; acociles o camarón criollo; mazatetes cocidos con que despedían un fuerte olor desagradable; habas cocidas; pescaditos en tamal. Frutitas del campo como: escones, jaltomates blancos y negros; chupinas; tunitas aguamielillas; capulines y tejocotes.
El mecanismo del trueque era así: La señora, con los cinco dedos de la mano derecha, cogía un puñito de sal; con el dedo pulgar, la extendía sobre dedos y palma de la mano a manera tal, que diera la impresión de que era abundante; pero la indita, pendiente de la maniobra, si veía muy ralito el extendido, protestaba en mazahua y la una en “castía” y la otra en mazahua, sin mayores aspavientos se entendían, contando en número de puños de sal para devolver la misma cantidad en “mercancía”: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho nueve diez, etc., o dajá, yée, ñií, zdío, chicha, ñante, yenche, nincho, zdincho, yecha, etc. Las protestas y regateos, los mismos los provocaban las altas que las humildes.
Extracto del mural «Gastronomía de Atlacomulco» de Rosario Martínez.
No está por demás decir que los domingos en todos los hogares sin excepción, no podían faltar en las mesas las ensaladas y la barbacoa.
*Extracto del libro Testimonios de Atlacomulco

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