Por: Ximena Monroy*

He pensado que pocos recuerdos contribuyen a la memoria colectiva de manera tal como aquel que surge limpiamente de la maraña de escombros de nuestro pasado: la primera vez que logramos dominar la hasta entonces intimidante habilidad de andar en bicicleta. Permanecemos entrelazados por la invariabilidad de un recuerdo que nos remonta a esa pequeña victoria arrancada a la indómita fuerza de la gravedad, la sensación de control tan escasamente perceptible en la niñez –que es cuando generalmente nos empeñamos en aprender.
Hay un encanto fortuito en la sutil sensación de libertad que nace del pedaleo, del helado viento que se cuela por los resquicios de la ropa, levanta el vello y en ocasiones hace castañear los dientes, de mantener el tan ansiado equilibrio para poder transitar por las sendas del ímpetu.
Desde luego, estas nociones no escapaban a una mente rebosante de genialidad, forjada al calor de los talleres del saber y la observación tanto como en los del maestro pintor y escultor Andrea del Verrocchio. Sin duda, la mente de aquel distraído muchacho llamado Leonardo da Vinci -del cual no es la primera vez que hablo en mis artículos, quizá por la gran fascinación que despierta en mí- era asombrosa y objeto de innumerables vociferaciones. Solía llenar cuadernos enteros con bocetos y pensamientos de una enrevesada complejidad que actuaba como escudo disuasorio para los entrometidos. En uno de estos cuadernos fue encontrado un diseño que recuerda mucho a una bicicleta moderna; ligera, funcional y desafiante.
Este es el inicio de una historia plagada de curiosidad y hambre de libertad.
En 1817, el conde alemán Karl von Drais estaba inquieto, algo no andaba bien: crecientes montañas de monotonía sepultaban poco a poco su privilegiada vida. Ansiaba ser sacudido por nuevos aires, deslizarse rápidamente por la ciudad y que los demás pudieran hacerlo también, así que creó su maravillosa “máquina corredora”, un cuadro de madera montado sobre dos ruedas impulsadas por el usuario con sus propios pies. Era algo básica y tenía sus defectos, pero simbolizaba la venida de otros tiempos.
Y por supuesto, llegaron.
En 1860 aparecieron los primeros modelos que incorporaban pedales directamente conectados a la rueda trasera pero no fue sino hasta 1885 cuando un hombre fue arrastrado hacia los primeros pulsos de creatividad que indicaban una revolución en la manera de desplazarse. Su nombre: John Kemp Starley. Descubrió que era un diseñador nato y una vez que hubo acabado eligió nombres ingeniosos para su creación: “bicicleta segura” porque se había desecho de los peligros que representaban los antiguos modelos, y “rover”, una palabra francesa que en español significa “vagabunda”. Un artefacto para quien disfruta del arte del vagabundeo.
En cierto sentido, había surgido un nuevo método para saciar la necesidad (tan humana) de horizontes, de bocanadas de aire, de cabellos ondulantes, de elecciones de ruta y destino según los propios designios.
Tenemos a la mujer que sin previo aviso sacó la pesada bicicleta Columbia al pórtico de su casa, la montó y se fue a recorrer el mundo dejando tras de sí una tranquilizadora estela de olor a mamá y a esposa, algo parecido al perfume de jazmines. The New York Times tuvo el buen tino de otorgarle un artículo central a este caso: el de Anne Londonderry, la transgresora, la mujer que pedaleaba y narraba sus hazañas para los diarios.   
Tenemos también a Fausto Coppi, el muchacho de las piernas prodigiosas que pasó de repartir embutidos en una desvencijada bicicleta a llevar sobre su espalda el peso de las ilusiones de toda Italia al convertirse en el héroe del Tour de Francia, “Il Campionissimo”.
Hay obras escritas que insospechadamente hacen de la bicicleta su único objeto como aquella placentera “Oda a la bicicleta” de Pablo Neruda:
Sólo de movimiento fue su alma,
Y allí caída,
No es insecto transparente
Que recorre el verano,
Sino esqueleto frío
Que sólo recupera un cuerpo errante,
Con la urgencia y la luz,
Es decir,
Con la resurrección de cada día.
O el monumental “Elogio de la bicicleta”, ensayo que Marc Augé tejió con caricias a las palabras:
“Nadie puede hacer un elogio de la bicicleta sin hablar de sí mismo”.
Casi hacia el final, se permite imaginar una bella París al atardecer en la que el uso del vehículo roza el filo del olvido: es secundario y decadente mientras que la gente civilizada se desliza felizmente en bicicleta.
Pero después de vagar por aquí y por allá imitando el sutil pedaleo sobre el ciclo, mencionando datos que he creído importantes y hasta oportunos, me permito acercarme más a un acontecimiento acaecido recientemente en el municipio en el que vivo, un lugar que tiene al ciclismo (especialmente de montaña por la idoneidad del terreno) en alta estima.  
El día domingo 15 de junio, El Oro fue una casa de celebración para 750 almas vagabundas que con fuerza en las piernas y temple en el ánimo recorrieron las hipnotizantes montañas envueltas en un verdor casi hiriente. Lodosas, abigarradas, placenteras. Ese día devoraron kilómetros como se devora un rosado amanecer. Con su discreto pedaleo, sus rostros manchados de lodo y cruzados por el cansancio dan vida a una tradición que nos viene de antiguo, la del sueño de libertad.
Los organizadores de este evento (el entusiasta dúo que conforma Senderismo El Oro) empezaron pedaleando, pero luego decidieron desmontar para que otros pudieran ver la belleza de nuestra tierra, trabajan hasta la extenuación para asegurarse de que todo salga bien, se preocupan por cada detalle, aunque parezca una insignificante mota de polvo y no dejan de buscar el deleite de los participantes. Deciden cargar en su espalda el ímpetu y la sed de aventura de muchos a pesar de las noches sin dormir, pero al término de la vorágine de emociones y sudor, saben que valió la pena porque hacer notar un pequeñísimo punto en el mapa donde es posible hacer ciclismo de alto nivel, alimenta el espíritu y la historia de la “vagabunda” que cambió el mundo.
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