Por: Ximena Monroy*

“Las personas son como las ventanas con vidrieras:

a la luz del sol brillan y relucen, pero en la

oscuridad sólo son bellas si algo en su interior las ilumina”

Elisabeth Kübler-Ross

Durante siglos, asomarse a través de un huequillo aparentemente insignificante -abierto con descuido en los muros- ha constituido una actividad tan simple y cotidiana que hacer una reflexión acerca de ella parecería una mera necedad. Sin embargo, a veces las necedades asaltan con un vigor insospechado la mente de uno y es necesario detenerse y otorgarles un poco de atención.
Cuando el hombre bajó de los árboles hace ya unos cuantos océanos de tiempo, con el paso tambaleante o supuestamente tambaleante descrito en los libros de historia, fue golpeado, revolcado y azotado por los inclementes e incesantes asaltos de los cuatro elementos. Necesitaba con desesperación construir un refugio sólido que le permitiera por lo menos vivir con cierta tranquilidad durante algún tiempo, criar a sus hijos y empezar a vislumbrar un vago sentimiento de hogar. Y lo hizo.
Las primeras casas humanas eran de una sencillez apabullante y hasta dolorosa pero el hombre se sentía cómodo ahí, tanto que empezó a pasar mucho más tiempo dentro que fuera, se había establecido al fin en el reconfortante calor.
Una puerta era fundamental para poder entrar, pero una ventana fue una de las grandes ideas que la humanidad concibió por aquel entonces pues mirar hacia el exterior constituye la mitad del bienestar de una familia, casi tanto como la armonía interior, echar una ojeada al universo que les rodea es tan elemental como respirar.
La raíz etimológica de la palabra “ventana” proviene del latín “ventus” que significa “viento”, esto es porque las ventanas en la antigua Roma no servían para dejar entrar la luz ya que ésta entraba por el patio central o como ellos decían: el “atrium”. Pero por las ventanas se colaba el viento, algunas veces tan bochornoso, otras tan refrescante y tierno, algunas más mordaz y cargado de arena de los desiertos, pero al fin invisible y tan viento como siempre ha sido.
 “Vindu” es la palabra que en noruego se utiliza para decir ventana. Viene del nórdico antiguo “vindr” (viento) y “auga” (ojo), y en todo esto subyace una idea bella e ingeniosa -de esas tan simples y pequeñamente humanas- de que una ventana es por tanto un “ojo de viento”.
Del nórdico antiguo se desprende la voz inglesa “window” (ventana) y tanto la raíz nórdica como la latina provienen del indoeuropeo “we” que significa “soplar”.
Me viene a la mente “Il Respiro di Dio” (La Respiración de Dios), un hermoso conjunto de bajorrelieves diseñados por el gran Gian Lorenzo Bernini para adornar el suelo del imponente proyecto que le fue confiado: la Plaza de San Pedro, el corazón de la Cristiandad. Representa a cuatro ángeles de cabello largo y alborotado orientados cada uno hacia un punto cardinal, de sus bocas brotan cinco exhalaciones perfectamente rectas, impetuosas. Son los ángeles del viento divino, encargados de provocar huracanes de bendición sobre todos los hombres.  
En el pasado, eran los orificios nasales los que eran llamados ventanas, pequeños ojos de viento que dejaban pasar incesantes chorros de materia vital a un ritmo tan preciso como aquel necesario para crear música, pero con el tiempo y la evolución del lenguaje, la idea de ventana empezó a relacionarse con la ventilación siempre saludable y aconsejable para combatir el enrarecimiento del ambiente al interior de las casas.
Ya en el Vocabulario español-latino de Antonio de Nebrija, escrito alrededor de 1495, se recoge el uso indistinto de ventana (fosa nasal) e hiniestra (puertecilla o abertura estrecha y longitudinal). Sin embargo, ya para la llegada de “El Siglo de Oro” español, el segundo término había caído en la espesa capa de polvo del desuso, de modo que ventana era la palabra reina para referirse a algo tan anodino y carente de sentimentalismo pero que no deja de prestarse a uno y mil razonamientos.
Tenemos pues que las ventanas han sido a veces enormes, a veces diminutas –tal vez meros respiraderos– a veces cuadradas, redondas o rectangulares, las hay también que cuentan historias como esos vitrales cargados de simbolismo de las iglesias medievales que al inundarlas de luz multicolor hacen pensar en una suerte de paraíso etéreo al mismo tiempo que dejan entrever vidas impregnadas del perfume de la santidad, y las hay estropeadas y simples.
Vale la pena detenerse en el hecho de que los lugares sin ventanas pueden ser verdaderos instrumentos de tortura, lugares donde se expían culpas y se pagan crímenes, lugares donde todo derecho ha quedado suspendido, cárceles en las que se empuja a los internos hacia los peligrosos riscos de la locura. Esto pone de manifiesto la importancia absoluta y esencial que tiene el mirar hacia el exterior con libertad a través de las ventanas. Casi pudiera decirse que la cordura de una persona depende de ello.
Hoy que pasamos el 90% de nuestro tiempo en interiores, fabricamos ventanas cada vez más grandes –basta con echar una ojeada a los modernos edificios hechos de paneles de cristal– como si esto nos protegiera de la esclavitud autoimpuesta y de la comodidad de permanecer siempre dentro, como si las extenuantes jornadas laborales al interior de las oficinas pudieran aligerarse de algún modo mirando la vida transcurrir del otro lado, con el viento alborotando los cabellos y la luz hiriendo las corneas.
Y sí, las ventanas también generan incomodidad: enfrían demasiado el ambiente en invierno y en verano lo caldean hasta el punto de la sudoración, escenas perturbadoras tienen lugar a través de ellas, de esas que nos enfrentan cara a cara con la egoísta indiferencia de fingir que no vemos. Carecen de filtros, su transparencia es a ratos insostenible, pero ¿Cuándo un invento humano ha sido perfecto?  
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