Por: Ximena Monroy*

“Cada paso es un gesto de apropiación del mundo”

David Le Breton

Los pasos.

Siempre han sido los pasos.

Los eternos compañeros de una humanidad que no ha sabido sino caminar.

El espacio y el tiempo para escribir son limitados para dejar rastro de la cantidad de adjetivos requeridos para describir cómo han sido los pasos a lo largo de nuestra historia, pero basta con decir que los pasos han estado ahí, silenciosos, algunas veces apacibles y otras más indeciblemente tortuosos. Omnipresentes.

El hombre recién había bajado de los árboles y era todavía indistinguible de un primate (según la teoría evolutiva más aceptada) cuando los primeros rastros de consciencia empezaron a aparecer, tenues y tímidos. Una de las primeras cosas que debió notar este hombre primitivo fue la presencia de sus piernas, la sutil, divertida y relajante sensación de caminar por los pastos, el insuperable poderío de desplazarse a donde le viniera en gana, la amplitud del paisaje que podía abarcar con una mirada simple, acuosa y repleta de asombro. 

Y como indudablemente sucede con el hombre, al cabo de haberse asombrado tanto, debió considerar la posibilidad de usar los pasos como un arma para su supervivencia. Los alimentos que recibía como dádivas flojas de la naturaleza comenzaban a agotarse aterradoramente en aquel lugar, de modo que había que desplazarse hacia tierra fértil.

Es así como la humanidad aprendió que el caminar contiene la promesa de vida.

Aquellos primeros pasos debieron ser verdaderamente incomodos, helados y lentos pues entonces una espesa capa de nieve lo cubría todo, pero no importaba porque el anhelo de vivir era (como sigue siéndolo incluso ahora) más intenso que cualquier otro. Como era de esperarse, el hombre perseveró y a lo largo de milenios se encargó de poblar los confines del planeta que le había sido otorgado.

Más tarde, cuando la idea de la existencia de seres superiores comenzó a flotar sobre los primeros asentamientos como una bruma suave y acariciadora, caminar se convirtió en un acto ritual. Las caminatas se transformaron delicadamente en peregrinaciones. Peregrinar a lugares místicos se convirtió en el principal modo de honrar a los dioses, peregrinar se convirtió en un acto de esperanza.

En la Biblia, el libro del Éxodo recoge la historia de una de las mayores peregrinaciones de las que se tenga registro, una que encierra tanto misticismo que por generaciones ha permanecido viva.

El pueblo hebreo vivía esclavizado en una tierra extranjera y no había nada peor. Las arenas de ese desierto los enfermaban y el sol hacía restallar su látigo sobre sus espaldas. Un látigo más que agregar como si el de los odiados egipcios no fuera ya descaradamente insoportable.

Moisés, que había sido criado por y entre los egipcios notaba esto y su corazón dolía pero por mucho tiempo consiguió vivir tranquilo mirando hacia otro lado. Después de todo vivía en el palacio del faraón y no conocía necesidad.

Cuando el llamado de Dios lo golpeó con esa furia, lo tomó desprevenido y casi se desplomó. Se apartó de sus lujos y comodidades, se descubrió a sí mismo hebreo hasta los huesos y empuñó su bandera, la de los oprimidos.

Dios urgió a su pueblo a caminar una vez más, eligiéndolo a Él como guía. Los animó a hacerse al desierto únicamente con sus pertenencias más valiosas y sus piernas.

Dios tenía tanta prisa porque empezaran a caminar que les dijo: “esta noche horneen pan sin levadura porque la hora de partir está cerca”.

Cuarenta años acunados por la divinidad hasta llegar a su hogar.  Caminar se convirtió así en un método para volver dignamente a casa.

Milenios más tarde otra historia irrumpió con contundencia, engrosando las ya de por si extensas páginas de la Biblia. El Viejo Testamento había quedado atrás hacía largos años y se percibía en el aire que lo mejor estaba por venir. Se acercaban vientos de cambio.

Cuando el niño de Nazaret se hizo hombre, no había mota de polvo, persona o rincón que no pudiera ser alcanzado por semejante fuerza. Había cumplido los treinta y para entonces ya tenía claro que sus innumerables pasos lo llevarían a conocer de cerca a sus creaturas. Caminar era para Él un alimento, un acto de enseñanza, desafío, milagro, y ternura.

Era muy joven así que podía recorrer toda la distancia que quisiera. Siempre amando, siempre escuchando y a veces hablando sabia y humildemente.

Al cabo de tres años ya sabía que iba a morir, sin embargo sus incansables pasos lo llevaron a Jerusalén, donde las antiguas profecías debían ser consumadas. De modo que su caminar fue entonces un acto de entrega, de presentarse a quemarropa ante sus verdugos, la renuncia a la salvación de la carne.

Cuando a ese hombre-Dios le pusieron la cruz sobre unos hombros despedazados, había en su mirada todo el amor que cabía en este mundo pero ya no parecía tan joven. Había envejecido de golpe y comprendía que caminar era su ejercicio de resistencia, de acunar a este su mundo entre sus brazos y mecerlo con ternura. Sus pasos hacia el Gólgota simbolizaban una capacidad inefable de amar y los últimos momentos de visita a un mundo necesitado de Él. Se apropiaba de todo, se bebía el aire.

Algunas veces caminar es arañar un pequeño soplo de aire como los judíos, gitanos, polacos, discapacitados, homosexuales que vieron sus últimos sueños extintos con cada paso hacia las cámaras de gas. Otras, caminar es un acto de devoción como sólo saben quiénes han peregrinado al Cerro del Tepeyac o un acto de celebración y agradecimiento como para el pueblo wixarika cuando recorre quinientos kilómetros para llegar a Wirikuta, un lugar salpicado de peyote y orígenes.

Hay ocasiones en que caminar es deleitarse o protestar frente al ruido y la rutina que aplastan.

Caminar puede ser espiritualidad como lo es cuando se recorre el camino de Santiago, la búsqueda de algo indefinible que cada peregrino guarda.

Hay quienes caminan para hallarse y quienes caminan para perderse pero todos somos caminantes que no se detienen.    

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