Por: Ximena Monroy*
Todos tenemos un día festivo propio que se añade a la larga lista de aquellas celebraciones que sacuden cada cierto tiempo de nuestras vidas el espeso polvo de la cotidianeidad, un día que se suma a las Navidades bañadas en vino blanco, con cena especial sobre la mesa y esperanza agazapada detrás de la puerta, al Año Nuevo con sus doce uvas cuidadosamente dispuestas en un tazoncito de cristal (porque indudablemente se sacará la vajilla fina en diciembre).
Este día se añadirá también al chocolate y la rosca de reyes con su excedente de azúcar y las advertencias de los estudiosos de no comer demasiado, a los mexicanísimos tamales con su respectivo atole (porque en México todo se celebra con comida), todo ello dispuesto sobre un mantel floreado después de haber colocado –claro está –al Niño Dios sobre su altar, con su ropa nueva y recién llegado de misa.

Todos tenemos otro día festivo, muy particular, que viene antes o después del alegre y colorido carnaval –celebrado en múltiples lugares del mundo –que anuncia el fin del placer y del gozo, el inicio del arrepentimiento, la solemnidad y el silencio profundo que invariablemente debe guardarse llegada la Semana Santa. Un tiempo vacacional que ayuda a digerir el cansancio acumulado durante meses, que plantea oportunidades de viaje a destinos paradisiacos, o que nos exhorta a hacernos preguntas de índole espiritual, considerar la posibilidad de que de veras seamos muy amados allá arriba o que tal vez después de todo no estemos tan solos en el universo.
Esos días de marzo o abril con su sol que fustiga, inmisericorde, blandiendo su látigo ardiente con el propósito de sacarnos gruesas gotas de sudor y hacernos cambiar de vestimenta a una más ligera y ondulante al son del escaso viento. Pero quizá lo más destacable de ese tiempo son sus noches, en cuyo seno se recuesta una luna blanca, rolliza, refrescante. Una luna que de hecho, lo determina todo.
Todos tenemos un día algo extraño que bien podría dividirse en la mitad melancólica y la mitad feliz, que puede estar cerca del Día de la Independencia, siempre repleto de ferias, banderas tricolor, águilas posadas sobre nopales solitarios en valles profundos, aun sin poblar, y mucha comida, comida típica mexicana a base de maíz y ese inconfundible olor a frito. Sin olvidar el ponche (el primero del año) y la bebida gaseosa, azucarada y colorida que todos aman y buscan con ahínco.

Hablo de un día que es diferente para todos, lleva un número tatuado y aparece eternamente manchado de pastel y felicitaciones interminables que inundan el aire y la bandeja de entrada de los mensajes de texto, un día verdaderamente extraño porque las tarjetas con flores y felices vueltas al sol representan el sentimiento brumoso de ser un año más viejo, en las redes sociales parece adquirirse el estatus preferencial al menos por veinticuatro horas en el círculo de conocidos y seres queridos. Un día en que despertamos sintiéndonos felices y amados pero vulnerables ante las miradas insistentes, los abrazos, los regalos y las infalibles mañanitas.
Me refiero al día en que cantó el rey David, en que nacieron todas las flores y los pajarillos cantaron pero la luna ha decidido meterse más temprano que de costumbre pues mañana se levantará danzante para alumbrar la noche de otra persona.
Pocos días invitan tanto a la reflexión como el de cumpleaños. Es inevitable buscar refugio en el mundo interior de sentimientos, anhelos, pesadillas, edificios ruinosos y sueños echados al vuelo a pesar de la algarabía del exterior, a pesar de la fiesta ruidosa, la comida favorita, el pariente que vino de lejos, las copas que entrechocan produciendo el sonido de una campanita de cristal y a pesar de sentirnos acompañados.

Cada quien sabe lo que ha perdido hasta ahora o a quién, y sabe que un ligero miedo a seguir envejeciendo se hace presente con la sutileza de la espuma de mar, sabe también lo que le hace falta (porque siempre hace falta algo, y porque siempre es así con los humanos).
En el fondo todos sabemos que tenemos los días contados y que un cumpleaños más suena como el segundero de un reloj de pared (de los que escasean cada vez más en nuestros días): un sonido rítmico, claro, pedante y a ratos insoportable.
Sin embargo el cumpleañero del día se apresura a borrar de su mente tales pensamientos tan cínicos, trágicos, inoportunos y discordantes con el placer de la celebración.
Piensa que de nada sirve entretenerse en el campo de juego del futuro, que este día debe disfrutar y lo que ha de venir, ya vendrá. A su debido tiempo, por supuesto.

El cumpleañero del día tal vez odie ser el centro de atención y en aras de ello, quisiera que su día fuese uno completamente parecido al resto, un día sumergido hasta la coronilla en el agua insípida pero reconfortante de la cotidianeidad.
Muchos incluso pasan su día especial trabajando, no por elección sino por obligación, esa arpía de la que no se puede escapar con facilidad.
Hay infinitas formas de celebrar o no celebrar un cumpleaños, lo que es una verdad universal es que nadie debería pasarlo en soledad y que ninguna vida debería quedarse seca y vacía de sentido, agrietada o descolorida por falta de uso como una roca triste en una cuneta y que el deseo de vivir nunca debería abandonar alma alguna porque de las muchas tragedias que acechan al hombre, esta sería por mucho la más cruel.




