Por Víctor Hugo
Recuerdo que ese día, en mi mente resonaba el eco de una simple frase; ¡Hoy es el día!, mientras un escalofrío recorría mi cuerpo, fue algo muy raro, sabía que el momento había llegado, sólo debía advertir de qué forma tendría que ser.
Como de costumbre, llevé a los niños (siempre serán mis pequeños) a sus escuelas, me sentía especialmente “ligero”, hasta cierto punto alegre, era una mañana fresca, pero con una calidez muy especial, incluso cuando el trayecto al colegio, no dejaba de ser estresante por el tráfico y la gente que no sabe conducir correctamente, en fin, ese día nada pudo opacar aquella efímera felicidad que podía sentirse en el ambiente.
Me despedí como son las despedidas definitivas de mis niños y regresé a casa de mis padres, lo recuerdo bien.
Me senté en la barra y revisaba Facebook mientras se calentaba el café, aquella bebida de la que me había vuelto adicto, por decir lo menos, debía tomar mi café antes de darme un buen baño (porque nadie quiere estar sucio en un evento tan importante), desayuné tranquilamente, tratando de no interrumpir el curso de las cosas, pues debían ser tal y como estaban marcadas por el destino.






