Por Gabriel Escalante Fat*

“Reírse de sí mismo

es el más elevado

de los mecanismos de defensa”.

Sigmund Freud.

            En los meses recientes, durante los aburridos y lentos trayectos en coche que me veo obligado a hacer cotidianamente en Guadalajara, ciudad que he adoptado para vivir desde hace ya 25 años, he dejado de escuchar la radio —solía sintonizar noticias, principalmente— para oír podcasts, principalmente de humor.  En este terreno me he encontrado muy variadas opciones, una de las más recientes se llama La Ruina, producción española conducida por los catalanes Ignasi Taltavull y Tomás Fuentes.

            El formato de La Ruina es bastante simple: Los conductores, uno periodista y otro licenciado en comunicación, dedicados principalmente al guionismo y a la comedia, se presentan en distintos teatros a lo largo y ancho de la geografía española, sin otro artilugio técnico que una mesa y cuatro micrófonos. A los conductores se suma, en cada episodio, un invitado que suele ser también un comediante, aunque a veces acude un cantante o algún actor.

            En el primer segmento del programa, el invitado debe pagar un peaje”, consistente en narrar una “ruina. Esto es, un episodio de su vida en el que haya pasado una gran vergüenza, haya quedado en ridículo o haya tenido un resultado que, de tan desastroso, sea capaz de provocar risa en el auditorio.  Ignasi y Tomás, sin más recursos que su agilidad mental y su ácido sentido del humor, van intercalando comentarios para acentuar la narrativa del protagonista.

            Después de esa primera intervención, que dura entre 5 y 15 minutos, se seleccionan al azar a 4 o 5 personas del público (previamente inscritas por propia voluntad), quienes deberán pasar al escenario y platicar sus propias ruinas.  Esta parte del podcast es la más arriesgada, puesto que muchas veces los participantes tienen una gran capacidad narrativa y sus anécdotas resultan impredecibles y graciosas. Sin embargo, las cosas no siempre van sobre rieles y algunos de quienes se atreven a subir al foro no tienen el talento para comunicarse en público, o bien, sus vivencias son francamente sosas.  En esos casos, los conductores intentan evitar el naufragio con comentarios ácidos y bromas propias; a veces lo consiguen, a veces no.

            Para mí, lo más valioso de este show consiste en que alienta a la gente a exponerse de manera descarnada ante unos cientos de desconocidos, —conscientes de que después serán vistos por millares de espectadores en las redes sociales— riéndose de situaciones que, en el momento de suceder, seguramente les causaron grandes bochornos.

            En esta ocasión, inspirado en este podcast, me voy a permitir narrar algunas anécdotas que pudieran clasificarse como ruinas, y que, pasado el trago, me han provocado mucha risa.

REFACCIONES ECONÓMICAS.

            1983. Yo vivía en la Ciudad de México, en un departamento que no tenía estacionamiento, por lo que tenía que dejar el coche en la calle. Por una avería de mi auto, mi papá me prestó por una semana, su querida Combi, encargándome mucho que tuviera cuidado con ella.

            A la segunda o tercera mañana, descubrí con enojo que durante la noche me habían robado los espejos laterales.  Lógicamente, tenía que comprarlos y reponerlos a la brevedad. Pasé a una agencia VW y el precio de los repuestos me pareció ridículamente alto, así que tuve una idea brillante: Ir esa misma tarde a la Colonia Buenos Aires, a adquirirlos en alguna de las refaccionarias que comerciaban autopartes de dudosa procedencia.

            En cuanto me interné en la calle Dr. Barragán, me abordó un joven, quien se había dado cuenta de mi necesidad de los espejos laterales. Me ofreció ir a buscarlos mientras yo esperaba en mi camioneta. Regresó en menos de tres minutos, me mostró los espejos y me dio un precio que me pareció razonable. Dos minutos más tarde, salía yo con mis flamantes espejos, instalados por el mismo muchacho.

            Me fui a la oficina y al bajarme de la Combi, la vi algo extraña por atrás. ¡Cómo no, si ya no traía calaveras!  Mientras yo esperaba, confiado, los espejos, alguien mucho más vivo me birlaba las luces posteriores.

            No me quedó más remedio que ir a la agencia VW al día siguiente, y pagar el precio de dos calaveras originales, más caras aún que los espejos que había cotizado el día anterior.

            Como colofón, en cuanto mi padre se subió a la camioneta, el mismo día que se la devolví, notó que los espejos distorsionaban ligeramente la imagen y me lo comentó. No me quedó más remedio que contarle mi ruina, por tratar de ahorrar.

UN APELLIDO PECULIAR.

            1984. Con la imprudencia de mis 23 años de edad, me metí a productor de teatro, pensando que se trataba de un negocio lucrativo y sin complicaciones, lo que resultó un craso error. Pero en fin, el aprendizaje algo me dejó, seguramente.

            En gira por varias ciudades de México, fuimos a dar al Teatro Monterrey del Seguro Social, en aquella ciudad norteña, para ofrecer funciones por tres días en aquel recinto.  No era difícil conseguir un teatro del IMSS, sólo había que comprometer el 25% de la taquilla y pagar la nómina del personal (tramoyistas, iluminador, sonidista, taquillera y guardacasa) por los días convenidos.

            El primer día de función, desde muy temprano llegué al teatro para montar la escenografía y coordinar la iluminación y el sonido necesarios para la obra. El guardia de seguridad me indicó que, para todos mis requerimientos debía de tratar con Chaparreras, el guardacasa

            Abro un paréntesis: el puesto de guardacasa en un teatro, reviste un encanto especial. Suele ser una persona de cierta edad, comprometida con su trabajo y muy apegada al recinto del que está encargado. Es la única persona que está “de fijo” en un teatro; el resto del personal suele trabajar de manera eventual, cuando hay funciones.

            Chaparreras, el guardacasa del Teatro Monterrey, se ajustaba perfectamente a las características de su encargo. Un hombre de unos sesenta años, bajo de estatura y voz tan gruesa como los cristales de sus anteojos.  Me recibió muy amablemente y se puso a mi disposición.  Los siguientes tres días, yo me dirigía muy respetuosamente al guardacasa, hablándole de usted y diciéndole siempre “Señor Chaparreras”, no como sus compañeros de trabajo, quienes lo tuteaban y hasta combinaban su apelativo con un “pinche” o un “güey”.

            “Buenos días, señor Chaparreras, hoy llegaremos a las seis, y la función será a las siete y media”.  “Buenas noches, señor Chaparreras, gracias por todo, nos vemos mañana”.  Y así aquellos lunes, martes y miércoles.

            El jueves por la mañana desmontamos escenografía y la cargamos en el transporte para seguir hacia Lagos de Moreno.  El señor Chaparreras me presentó la lista de nómina que debía yo cubrir antes de marcharme. En ella estaban los nombres de cada persona y el trabajo que habían desempeñado.  La leí dos veces y luego pregunté:

            —Y usted, señor Chaparreras, ¿no está en la nómina?

            El hombre, muy serio y dando una calada a su cigarro, me respondió:

            —Sí, joven, aquí estoy, mi nombre es Manuel Martínez, para servirle.

            —¿No se apellida usted Chaparreras?

            —Mire, joven, usted no se ve mal intencionado, por eso no me atreví a decirle nada desde el primer día… ¡Pero esta punta de cabrones me pusieron ese apodo, por como tengo las piernas!

            ¡Hasta entonces caí en la cuenta! El guardacasa era zambo o cascorvo, con las piernas arqueadas y las rodillas sumamente separadas, lo que incluso le provocaba cierta dificultad para caminar.  Sus compañeros, burlándose de ese defecto que lo hacía similar a un charro cuando camina con sus chaparreras de cuero, botines y espuelas, le endilgaron el cruel pero preciso mote.

            Me puse de mil colores y le di toda clase de disculpas, que el buen hombre aceptó con generosidad, mientras el resto del equipo no podía contener las carcajadas.

OBSERVACIONES DE UN NIÑO DE TRES AÑOS.

            Eduardo, mi hijo menor, fue un chiquillo muy despierto y simpático, aunque bastante imprudente. Desde muy pequeño, hablaba correctamente y se expresaba con un léxico muy avanzado para su edad. Además, le encantaba platicar con adultos, quienes por lo regular quedaban fascinados.          

            Algunos sábados, me acompañaba al club deportivo al que yo asistía en esa época. Mientras yo jugaba tenis, él se divertía con otros chiquillos en los jardines del club. Luego nos íbamos a bañar juntos.

            Un día, mientras nos vestíamos, se le quedó viendo fijamente a uno de los socios, quien tenía su locker cerca del mío. Un tipo amable, pero con el que yo no tenía ninguna relación. Me dice Eduardo, asombrado:

            —¡Mira papi, él se parece al profesor Lupin!

            El hombre voltea a ver a mi hijo, le sonríe y me pregunta:

            —¿Es algún profesor de su escuela? — a lo que Eduardo se adelanta:

            —No, es de Harry Potter.

            ¡Trágame, tierra!

            En otra ocasión, mientras yo terminaba de arreglarme, Eduardo se fue a platicar con Andrés, otro de los socios, de ascendencia árabe, quien quiso ser amable con mi hijo.

            —Hola, ¿cómo te llamas?

            —Eduardo, ¿y tú?

            —Andrés— cabe mencionar que Andrés estaba desnudo, sentado en una banca, mientras se recortaba las uñas.

            —Oye, Andrés, ¡estás muy peludo! — Dijo Eduardo, mientras yo presentía un momento incómodo, aunque mi compañero lo tomó ligeramente.

            —¡Ja, ja, ja! Sí, tienes razón.

            —¡Y tienes el pene muy chiquito! Dictaminó mi hijito.

            Andrés se quedó mudo, cuatro o cinco socios que estaban cerca se desternillaron, y yo me apuré a salir de allí como si tuviera un asunto urgente.

            Una más, ésta en una peluquería unisex a la que se me ocurrió entrar a que le cortaran el pelo a Eduardo. Era temprano, no había clientes, por lo que de inmediato una chica le acondicionó un sillón con el cojín infantil y le puso la sábana alrededor del cuello.

            —¡De cabeza de huevo no, eh! — dijo Eduardo, para abrir la conversación, y continuó:

            —Es que mira: Prisci tiene su novio, Hugo, y a él le cortan el pelo como cabeza de huevo, y a mí no me gusta así.

            La peluquera y su compañera morían de risa con la precisa explicación acerca de un muchacho rapado. A partir de ese momento, no hubo poder humano que le callara la boca a mi hijo.

            —¿Cómo te llamas? — le preguntó Eduardo a la muchacha que le recortaba el cabello.

            —Yo, Lucía— respondió ella. Y mi hijo se lanzó a matar:

            —Oye, Lucía, estás muy bonita— La chica se derritió con el típico “¡aaaww!”, que fue coreado por su colega, quien decidió integrarse a la plática:

            —Y yo, Eduardo, ¿también estoy bonita?

            Mi hijo la volteó a ver, tomó su tiempo y dijo:

            —No, tú no.

            Desde ese momento hasta que terminó el corte, pagué y salimos de la peluquería, deben haber transcurrido 10 minutos, que a mí me parecieron 10 horas.

            Si han llegado hasta esta parte del texto, les agradezco, amables lectores, que me hubiesen permitido compartir estas anécdotas, entre las docenas similares que guardo en mi memoria.  Les invito a que compartan las suyas y podamos todos reír un poco, en esta época en que el entorno complicado, tanto en lo social como en lo económico y lo político, requieren que lo aderecemos con humor.

Aquí el link a uno de los capítulos más recientes de La Ruina:

Guadalajara, Jalisco, Febrero 05, 2025.

*CONTACTO: gescalantefat@aol.com

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