Por: Ana Ximena Monroy Martínez*

A menudo me he preguntado si la inspiración es algún extraño mecanismo externo que proviene de un lugar incomprensible y se limita a aparecer de vez en cuando, irremediablemente envuelta en timidez o si todo se trata de una discreta habilidad con la que nacen algunas personas, como un sello distintivo que marca su vida y sus pasos, un membrete que certifica calidad.

¿Cómo es que las grandes obras son dadas a luz?

Quizá haya un dedo formado por espíritu puro y no por carne y hueso que señala a capricho o a placer a ciertas personas aparentemente normales que pululan, como todos, en los distintos escenarios de este mundo nuestro, este mundo nuestro que necesita de la belleza para poder subsistir y poder, en esencia, seguir llamándose mundo, hogar digno de exploración y del asombro de los hombres. 

Hay algunas personas que se han tomado este pequeño pensamiento muy en serio y gracias a un arrebato de creatividad proveniente de un lugar indefinible y brumoso o a una grandiosa habilidad nata, consiguen enriquecer el acervo cultural y con él, los almacenes de belleza de la humanidad entera.

Siempre ha sido ésta una buena pregunta: ¿cómo es que un joven alemán rubio y sordo, pudo convertirse en uno de los músicos más importantes de este gran mundo nuestro?

SORDO, una palabra breve y retadora, inverosímil para un compositor y digna de ser escrita en mayúsculas.

¿Cómo puede un sordo componer una quinta sinfonía, una novena o, bien mirado, siquiera una primera únicamente guiado por la vibración? 

Es en estos casos en que me inclino a pensar que la inspiración debe significar algo más, algo más grande escondido detrás de montañas escarchadas por el misterio.

Los antiguos griegos, en su asombrosa lucidez, tejieron historias hermosas para explicar realidades sumidas en la bruma, historias que aun hoy relucen entre nosotros como el sol al reflejarse en el mármol blanco de las ciudades que construían con tanto ahínco y sed.   

Tenemos pues que las musas griegas eran diosas que inspiraban las artes: vestían prendas fabricadas de música, pintura, poesía, danza, comedia, tragedia, escultura. Eran hijas de Zeus, el gran dios y regente del Olimpo, soberbio y magnánimo y de Mnemosine, la nada desdeñable diosa de la memoria.

De este modo peculiar, los griegos insinuaban que detrás de la inspiración había un dejo de poderío y memoria o que por lo menos memoria, inspiración y poder guardaban una estrecha relación que nunca supieron averiguar. Ni ellos, ni nosotros aún hoy.

Lo que es seguro es que las musas eran encantadoras (todas ellas) y que descendían a la Tierra para obsequiar sus dones únicamente a los mortales. ¡Oh los mortales!, eternamente necesitados de obsequios y tal vez de algo de consuelo para sobrellevar su amarga existencia.

Citaré el ejemplo de otro joven, esta vez italiano –florentino para mayor exactitud –que esculpía y pintaba como si hospedara ángeles en sus manos, un hombre cuya genialidad lo llevó a esculpir “La Piedad” con tan solo 24 años, que cautivó a un Papa amante del arte hasta tal punto que le encargó la decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina, lugar donde se murmura todavía que el mismísimo Espíritu Santo suele pasearse a placer. Verdaderamente aquel Papa debió creer que sus frescos eran dignos del agrado de Dios y no se equivocaba.

Hoy, al contemplar esas obras provenientes del vapor del espíritu, de un lugar inexplorado, más de un aliento ha escapado –tenue y caliente –más de un corazón ha redoblado su latir y por supuesto, más de una lágrima ha abandonado su mullido lecho –callada, pero sin esfuerzo.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, fue escrito gracias a un milagroso (o no) golpe de inspiración de un hombre aparentemente normal, español hasta los huesos y dotado de la suficiente clarividencia como para darse cuenta de que en su obra cabían las pasiones humanas y con ellas el mundo y todo cuanto este contiene. Otro de aquellos hombres señalados por el dedo invisible, escogidos para recibir ingentes cantidades de creatividad.

En su relato “El príncipe de Parnaso”, Carlos Ruiz Zafón sugiere una explicación bella e ingeniosa –como sólo él siendo un maestro de las letras podía hacer –al origen de la inspiración de aquel hombre.

Miguel de Cervantes Saavedra, escritor sin fortuna, pero de un talento que llenaba sin problema su copa hasta desbordarla, se encuentra (gracias a una desafortunada recomendación) con un misterioso editor llamado Andreas Corelli cuyo aliento huele a tierra removida y flores muertas, un hombre engañoso que le hace una oferta: “Escribirá usted una obra maestra, pero para hacerlo deberá usted perder lo que más ama. Su obra será celebrada, envidiada, e imitada por los tiempos de los tiempos, pero en su corazón se abrirá un vacío mil veces mayor que el de la gloria y la vanidad de su ingenio porque sólo entonces comprenderá la verdadera naturaleza de sus sentimientos y sólo entonces sabrá si es usted o no un hombre, como cree, mejor que Giordano y todos los que, como él, han caído antes de rodillas ante su propio reflejo al aceptar este desafío…”

Este hombre que bien podría ser comparado con un dominio o el ángel de la muerte, le otorga así la inspiración a cambio de la vida de la mujer que ama.

Escribe Ruiz Zafón que años más tarde, siendo ya Cervantes un escritor consagrado y hallándose en su madurez, volvió a encontrarse con este ser oscuro y versado en las trampas, quien esta vez, embriagado por las dos partes de Don Quijote de la Mancha y lamentando no haberse topado con más portentos de la literatura como éste, le ruega que escriba para él una hasta ahora desconocida tercera parte de dicha obra maestra a cambio de su propia vida para que cansada ya su alma de las penurias de la existencia, pudiera reunirse con la que fue siempre la verdadera fuente de sus anhelos, pasiones y afectos.

Es posible que después de todo la inspiración se disfrace de un hombre que no parpadea nunca, que merodea con andar fantasmal por el mundo entero ofreciendo tratos a ciertos afortunados o desafortunados elegidos: obras maestras a cambio de cordura, amor, vida o muerte.  

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