Por Antonio Corral Castañeda*
Otra anécdota que quedó para la historia refiere que allá por los inicios de la década de 1920, cuando prácticamente la Revolución había concluido, el gobierno puso especial interés en imponer orden y organizar las instituciones públicas. En 1921, cuando se creó la Secretaría de Educación Pública, siendo presidente de México Álvaro Obregón, se le concedió un gran impulso a la educación haciéndola llegar a todos los rincones del país, especialmente al sector rural y campesino.
Pero como obviamente no se contaba con los profesores preparados y los recursos económicos eran precarios, se recurrió a hacer un llamado a todos aquellos jóvenes que hubieran concluido su instrucción primaria (en aquella época era de 1° a 4° año) para que, con una modesta gratificación, asistieran a las comunidades rurales a cuando menos alfabetizar a los campesinos.

Esta convocatoria tuvo éxito porque la juventud, con entusiasmo y desinteresadamente, se presentó dispuesta a cooperar incondicionalmente en tan patriótica labor. Una vez en marcha la campaña con los maestros improvisados, es decir, nombrados en el momento y carentes de una preparación pedagógica, el siempre agudo y picaresco ingenio popular los bautizó con el nombre de “Profesores del Minuto”.
Atlacomulco no fue la excepción. Varios jóvenes se sumaron con mucho ánimo a la cruzada y fueron a las comunidades más apartadas a enseñar lo elemental a los campesinos; claro está, hasta donde sus conocimientos y capacidades se los permitía. Concretamente dos de ellos, de quienes se omiten sus nombres (en “Mis Recuerdos de Atlacomulco”, de José Trinidad Mercado editado en 1978, dice que para entonces todavía vivían), por ser amigos personales se hicieron cargo de las improvisadas escuelas de dos comunidades vecinas, por lo que iban y venían juntos a ellas, se platicaban sus experiencias y se consultaban entre sí los temas ya tratados y por tratar.
Así las cosas, se dio el caso de que uno invitó al otro para que visitara su escuela y les hiciera algunas preguntas a sus alumnos. En una de tantas le fue aceptada la invitación y se acordó la fecha del encuentro (sólo para diferenciar a los profesores en el relato, uno se llamará “Titular” y el otro “Visitante”.

Para empezar, aclararemos que el titular atendía alumnos de los cuatro grados elementales y que, como toda anécdota, ésta tiene su parte seria y su ocurrente. Al llegar el visitante a la escuela del titular, ambos entraron al pequeño salón donde los niños ya los esperaban, y después del saludo respectivo el visitante les dijo que les iba a hacer unas preguntas muy sencillas. A los alumnos de primero les preguntó las vocales y las consonantes; a los de segundo les inquirió sobre los mamíferos, las aves y los peces, y a los de tercero les formuló unos problemas aritméticos. Hasta aquí todo marchaba bien. El dilema se presentó cuando les tocó el turno a los alumnos del cuarto año. Esto fue lo que sucedió:
“Hablaremos sobre historia de México. Me supongo que han de estar muy bien en esta materia. Haber, quién de ustedes recuerda qué héroe dijo esta célebre frase que todos conocemos, que dice ¿”Acaso estoy yo en un lecho de rosas”? Después de unos minutos de silencio, alguien se levantó para decir: Fue Don Ignacio Allende en Acatita de Baján. El titular, que estaba atento a las preguntas y respuestas, hizo un movimiento de aprobación, pero el visitante de inmediato le dijo: no hombre, estás equivocado; trata de recordar bien.
Entonces el titular se levantó y acercándose al visitante, le dijo al oído: ¿Pues qué no fue Ignacio Allende? No compañero, no. Pues entonces ¿quién fue? Te voy a decir quién dijo esa frase: Cuando a Morelos lo iban a fusilar en Ecatepec, le dieron tormento haciéndolo caminar descalzo sobre unas pencas de nopal, y él, para demostrarles que eso no lo espantaba, les expresó esa frase. El titular se quedó un buen rato pensando para decirle después: Yo no estoy de acuerdo, me dispensas, pero ya he recordado muy bien ese pasaje de nuestra historia, y voy a explicarte con todo detalle quién es el verdadero autor de tan hermosa frase.
Mira, cuando Don Agustín de Iturbide fue declarado emperador, para coronarlo le hicieron una gran ceremonia religiosa, con mucho esplendor, en la Catedral de México, y para que entrara al templo le tendieron una alfombra de rosas naturales y frescas, desde el atrio hasta el altar mayor y don Agustín, con uniforme de gala, al ir pisando los coloridos pétalos y aspirando el exquisito perfume que despedían, muy emocionado y en voz alta dijo: ¿”Acaso estoy yo en un lecho de rosas”? El visitante, ante tan detallada narración que le pareció muy convincente, no tuvo más remedio que rendirse “a la verdad” y hasta disculpas pidió, reconociendo haber estado en un error, del que ahora salía gracias a su colega.
Fue así como terminó aquella amistosa polémica entre estos dos “Profesores del Minuto”, quienes ingenuamente, pero sin pretenderlo, cambiaron nuestra historia, desconociendo por completo el heroísmo y estoicismo del último emperador azteca, el gran Cuauhtémoc.

*Libro ATLACOMULCO sus fiestas, tradiciones, costumbres y anécdotas de Antonio Corral C.
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