Por: Ximena Monroy*

Cuando los humanos nos encontramos completamente sumergidos en una tinaja de trabajo, cuando los negocios marchan mejor que nunca y las ansiadas montañas de dinero se encuentran en su punto álgido, cuando los sueños son más dulces que nunca y la madrugada parece la más pacifica que alguna vez haya existido, hay ocasiones en que las estrellas deciden caer.

Después de largo tiempo de estudio, se supo el motivo de su decisión, un motivo muy sobrio y científico por supuesto, pero yo opino que las estrellas deciden caer para enseñarnos una cuidadosamente planeada lección de humildad y tal vez asustarnos un poco.

Todos necesitamos asustarnos un poco de vez en cuando, saber de la inmensidad del universo y quedarnos sin aliento ante su inefable poder, saber de nuestra gigante pequeñez y que los problemas que con tanto ahínco pregonamos no son más que motas de polvo.

Hay ciertas noches empapadas de una claridad helada que las estrellas escogen para caer, todas juntas, sin reserva y en prudente compañía.

Noches de fogatas, mares inmisericordes y sueños agitados.

Y el hombre siempre miraba, indudablemente miraba y aún lo hace sin importar la modernidad de los tiempos pues verdaderamente los cielos son atemporales.

Millones de ojos envueltos en asombro y cierto pánico diluido en luz recién encendida con premura y agitación.

Innumerables noches han plagado la historia del mundo, nuestra historia… pero hay una en especial que se destaca por haber sido escogida por millares de estrellas para un descenso rápido, sin contratiempos. Quién sabe, debió de parecerles muy adecuada para esa clase de propósitos.

La madrugada del 13 de noviembre de 1833 fue todo menos tranquila, todo menos anodina. Esa madrugada miles de pedacitos de fuego sin rastro de timidez surcaron el cielo de Norteamérica.

La gente, mientras contemplaba aquel arrollador espectáculo, tenía esa indefinible expresión en el rostro de quien se pregunta si hay una posibilidad tangible de estar presenciando el fin del mundo.

Se encontraban ahí, con los cabellos revueltos por haberse levantado de la cama apresuradamente, las sábanas retorcidas en formas caprichosas, los parpados bien plegados, ya sin rastro de cansancio y en sus pechos un negro vacío propiciado por el miedo.

Se calcula que en su punto álgido, se derramaron 100,000 meteoros por hora sobre un cielo atónito, absolutamente perplejo que no podía hacer más sino servir de lienzo.

Diversos expertos han descrito este hecho como el evento de meteoros más impresionante de la historia reciente. Se cuenta que incluso un joven Abraham Lincoln fue despertado en mitad de la noche ante la imposibilidad de perderse un espectáculo sin comparativo con algo que hubiera visto antes. Debió de pensar que cosas así suceden una vez en la vida y a veces ni en cien vidas…

Nadie se atrevería a asegurarlo, pero cabe la posibilidad de que Abraham Lincoln haya descubierto su vocación esa noche, tal vez recibió la inspiración que tanto buscaba y decidió convertirse en una persona que desviaría el curso de la historia de su país y, con él, del mundo entero.

A partir de esa noche, se desató una verdadera fiebre por tratar de desentrañar los misterios de los cielos nocturnos.

Años más tarde, en 1865 y 1866, dos hombres, de aquellos que tienen una clase de hambre distinta al resto –la del conocimiento –descubrieron de forma independiente la existencia de un cometa que a su paso dejaba una vasta cantidad de fragmentos espaciales. Dichos hombres eran Ernest Tempel y Horace Tuttle, de modo que, en su honor, el cometa fue llamado “Temple-Tuttle”.

Se determinó que es pequeño y que tarda 33 años en completar una vuelta alrededor del sol. Y es que cada año, particularmente a mediados de noviembre, hay una lluvia de estrellas de pequeña intensidad que se ofrece gustosa a los ojos de los hombres y a los cielos nocturnos. Son los desechos espaciales de Temple-Tuttle que interactúan con nuestra atmósfera para crear la lluvia de meteoros conocida como Leónidas, tan popularizada hoy en día por las redes sociales.

Las estrellas deciden caer, las estrellas…o los fragmentos de cuerpos celestes siendo portadores de lecciones de humildad y temor pero solo en ocasiones. Algunas noches meticulosamente escogidas por su claridad, belleza o algún otro requerimiento misterioso para mí y el resto de personas. El universo posee un carácter propio y muy proclive a tomar decisiones de esta índole. 

Por ende, cada 33 años desde que este periodo fue determinado, se mira llegado noviembre con demasiada insistencia y con el anhelo de tener una buena historia que contar a los nietos. Se espera cuidadosamente y con paciencia que la lluvia de meteoros se convierta en una auténtica tormenta de estrellas y ciertamente ha ocurrido a veces como en aquella lejana madrugada del 13 de noviembre de 1833.

Sin embargo, no sucedió nada digno de ser mencionado en años posteriores, solo algunas estrellas fugaces y melancólicas se ofrendaron a sí mismas como una especie de recordatorio y pobre consuelo. De todos modos estuvieron extraordinarias.

Pero fue necesario esperar hasta el 17 de noviembre de 1966 para que otra extraordinaria marea de meteoros fuera esbozada tranquilamente en Norteamérica. Este fenómeno acaecido en la segunda mitad del siglo XX, rivalizó con aquel de 1833 dando vigor a las historias ya conocidas desde antaño.

Después, nada de nuevo. Excepto el inquebrantable silencio cósmico.

Se estima que en 2031 será visible una nueva tormenta de meteoros. No obstante nadie puede estimar si alguna noche de ese particular noviembre será escogida por las estrellas para caer.

Esa clase de decisiones son impredecibles y por supuesto… no las tomamos nosotros.   

*Facebook de la autora: https://web.facebook.com/ximena.monroy.9634

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