Por: Ximena Monroy*

Hay ciertos días pasados por el agua de sentimientos agudos, especialmente los últimos días de diciembre en cuyo aire resuenan los ecos de villancicos repetidos sin cesar durante innumerables años, estos últimos días de diciembre en los que se come diferente, se vive diferente, se respira otro aire y, en ocasiones, se sufre más.

Hay bebidas espumosas que causan un cosquilleo curioso en la garganta y hay recuerdos, ausencias y demás materia para encender la fogata de los pensamientos y de los sueños.

En los últimos días de diciembre se sueña despierto y se camina en la esperanza de un futuro mejor –de algún modo más luminoso –y resulta interesante observar lo que ocurre en la boca de las personas: se combinan los sabores dulces con los salados, se asienta el regusto quemante del alcohol, se alza la voz, se canta, se grita, se pronuncian infinitas palabras, se besa y se desea el bien con más ahínco que en ninguna otra época del año.

Estos últimos días de diciembre que desafían a los bolsillos y a las almas por igual, que exigen más de la cuenta, que necesitan o creemos que necesitan nubes de regalos y aplausos, adulación, excesos y promesas de mejora en todos los aspectos posibles de la vida humana pero que en realidad conllevan un mensaje tan sencillo como un pequeño recién nacido, envuelto en una mantita.

Todos estamos cubiertos del polvo decembrino, polvo proveniente de una estrella más brillante que el resto, una estrella que alumbra los caminos, que se posa sobre una pequeña y humilde familia apostada en una gruta, una estrella que guía ininterrumpidamente a unos misteriosos personajes provenientes de tierras muy lejanas, rebosantes de regalos y magia.

Singular debió ser este bebé pues tanto los sabios astrónomos como los humildes pastores no pudieron hacer más aquella noche que arrodillarse ante semejante fuerza.

Venimos todos –la humanidad entera y yo –saliendo de este tiempo peculiar como peregrinos que retornaran a sus hogares, entre tazas de chocolate, trozos de rosca y suspiros de melancolía.

Venimos peregrinando, lenta e irremediablemente de regreso a la cotidianeidad, porque irremediablemente –como lo es todo en la vida –llega el fin. Se anuncia ya, molesto como una piedrita en el zapato, el retorno a las actividades de la realidad, la aparición súbita de las mismas obligaciones de antaño y de toda la vida, esa vida que juega rudo y golpea fuerte desde siempre. Simple y sencillamente la misma.

Curioso es el modo en que los humanos aprendimos a medir el tiempo: en grupitos de 365 días, que bien apilados y organizados conforman un año pequeño, solitario, fugaz, desvalido.

Curiosa es, en consecuencia, la creencia que todo humano que se respete sostiene a golpe de fe, la creencia de que todo comienza de nuevo con el día primero del siguiente año. Año nuevo, día nuevo, vida nueva.

El problema es que el tiempo posee una naturaleza esencialmente compleja, es un mecanismo ciertamente extraño que no conseguimos entender aún pero que es necesario dominar de alguna manera.

La realidad es que lo mismo da el 2024 que el 2025, ningún año será mejor ni peor, no habrá más o menos suerte ni más o menos fortuna. Aquello que debe suceder, sucederá puntualmente y sin fallo. Seguiremos todos inmersos en esa sucesión interminable de gozo y dolor.

Tal vez la única huella patente que deja el tiempo es el envejecimiento. Nadie puede escapar de él y a todos se nos nota en cierta medida. Pero hay una cualidad muy humana que nos hace avanzar y es la esperanza.

La esperanza es buena y es deseable, nos ayuda a vivir y nos mantiene con fuerza. Por ello, es bueno esperar con la mirada y el corazón expectante que al alba del día primero del año nuevo, la fortuna estará con nosotros, la salud brotará a borbotones como salida de un manantial y las sonrisas serán inextinguibles.   

Volver a la cotidianeidad y a la lucha constante es más sencillo si lo hacemos plagados de esperanza, del convencimiento de que los rituales de la noche vieja para atraer a la buena fortuna son poco más que infalibles.

Irremediablemente llega el fin.

Las vacaciones se encuentran en el ocaso, en ese atardecer rojizo y un poco triste que anuncia un nuevo tiempo de espera, un tiempo distinto, más discreto y reservado, sin regalos y sin comida elegante, con más obligaciones y exigencias.

Es por demás increíble y digno de mencionarse que la próxima vez que descansemos y que comamos diferente y que retornen los familiares provenientes de lugares lejanos, hará más calor y el niño que acaba de nacer será un adulto entonces, habrá cumplido 33 años y nadie le llevará regalos al caer la estrellada noche, sino que esta vez Él mismo donará su vida como el más formidable regalo que alguna vez la atribulada humanidad recibió.

Es curioso pensar cómo un solo hombre nacido presumiblemente hace 2 000 años, aún marca el ritmo de vida de miles de millones de personas de todos los lugares de la Tierra.  

Las historias extraordinarias son inmortales.

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