Por: Ana Ximena Monroy Martínez*

“Cuántos caminos debe recorrer un hombre antes de que lo llames “hombre”,

Cuántos mares debe surcar una paloma blanca antes de dormir en la arena…

Cuántos años puede una montaña existir antes de que sea arrasada por el mar,

Cuántos años pueden algunas personas vivir antes de que se les permita ser libres,

Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza y fingir que simplemente no vio.

La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento”

Bob Dylan

¿Hay algo que te dejó sin aliento alguna vez?

Tal vez la fragilidad de la condición humana.

Acaso una mariposa blanca que aleteó frente a tu ventana.  

O cómo el otoño, con su aliento gélido, derrama chorros de hojas sin vida sobre un suelo tambaleante.

¿Alguna vez te has maravillado ante la profundidad de tu propia soledad?

¿O te has sentido impotente porque había infinitas palabras aún por decir pero ya nadie a quien decírselas? Palabras depositadas con fe en el viento.

Dentro de la enredada maraña de hilos que conforman la agitada vida de los humanos, hay momentos en que ésta se empeña en ducharnos con verdades, darnos de comer verdades, meternos en un saco de verdades que hubiéramos preferido no haber visto nunca, darnos la oportunidad de observar lo importante, lo primordial, lo hasta entonces ajeno, aquella sustancia esencial que constituye el cuerpo de nuestra realidad.

Y tú ¿Qué has visto recientemente?

El misterio del dolor humano, almas perdidas que intentan reencontrarse a sí mismas, girones de recuerdos, vasos rotos, vino derramado por el suelo, pájaros que aún en medio de la tormenta son capaces de cantar, manzanas que cuelgan, solitarias, de un árbol desprovisto ya de hojas, un balcón al que nadie se ha asomado en mucho tiempo, flores desparramadas y tristes, un hogar antes apacible arroyado ahora por vientos huracanados, una corona de flores que parece estar hecha de espinas.  

Piensa tú, ¿Qué te hizo temblar el corazón en estos días bañados por la luz otoñal?  

¿Has mirado una fotografía y sentido cómo se encoje tu corazón? ¿Has temblado bajo el peso de infinitas lágrimas que amenazan con no parar jamás?

Yo vi docenas de pétalos amarillos manchar el piso, el incienso quemándose a paso lento como si después de milenios estuviera cansado de purificarlo todo, vi un día entero dedicado a recordar, vi ojos añorantes y sedientos de vidas pasadas, vi velas ardiendo al compás de alientos murmurantes, vi un bebedero de colibríes vacío y rodeado del irritante humo de la pena, vi unas escaleras inmensas que conducían a la oscuridad y un arco de flores blancas que le conferían al horizonte un aspecto de paraíso, una suerte de burdo paraíso terrenal.  

Observé mareas que jamás había observado y me turbé como nunca antes pues de pronto la blanca espuma marina trajo a mí un par de ojos incrédulos, empapados de melancolía y aun así increíblemente bellos, como dos gemas perdidas y vueltas a encontrar en un naufragio en lo más profundo de ese mismo océano, una voz rota e implorante, un cuerpo que se estremecía, una pregunta que taladraba como el más insoportable dolor de cabeza –¿Qué voy a hacer ahora?—

Había en este escenario de acantilados abruptos un amor que se volvió más grande de lo que era, lazos que se estrecharon, huecos que se ensancharon como enormes cañones abiertos bajo unos frágiles pies, había una perdida inmensa como el mismo sol, una madre que lloraba en silencio rogando tener el musculo para soportar, había también un muchacho que por una vez en su vida dijo “no estoy” porque no podía encontrarse y abrazos, muchos abrazos pasados por agua infinitamente salada.

Ahora puedo ver con claridad del cristal que mil cerebros maduros no bastan para digerir el dolor y que el dolor ajeno puede ser propio si se ama lo suficiente.

Aprendí que hay momentos en los que más que nunca es cierto aquello de:

“El Reino es tuyo porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero y me recibiste, estaba desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me visitaste, estuve en la cárcel y viniste a mí, pues en verdad te digo que si lo hiciste por el más pequeño de mis hermanos, lo hiciste por mi”[1]  

Aprendí que quien se ha roto tiene toda la autoridad del mundo.

Aprendí que quien se ha roto posee la sabiduría eterna desplegada detrás de su maltrecha mirada.

Aprendí a observar con más cuidado.

Aprendí que ninguna persona es una isla, que por el contrario, todos somos un continente y que estamos unidos a la humanidad.

Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti y también por mí.[2]      


[1] Mateo 25:35

[2] Basado en “Las campanas doblan por ti”, poema de John Donne.

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