Por Gabriel Escalante Fat*
El aburrimiento se cura con curiosidad.
La curiosidad no se cura con nada.
Dorothy Parker.
Larry Page y Serguéi Brin fundaron Google en 1997 —en los albores de la Internet— y en septiembre de 1998 lanzaron el más popular y eficiente buscador de páginas web, que hoy día es una impresionante mega empresa que incluye Google Maps, Google Earth, Google IA y YouTube, por sólo mencionar algunas de las ramas de este gigante con cerca de 180,000 empleados y cuya marca tiene un valor estimado de 700,000 millones de dólares, superior al Producto Interno Bruto de naciones como Argentina o Bélgica, y unos ingresos anuales de 140,000 millones de dólares, más o menos la mitad de la recaudación fiscal de México en el mismo período.

Mediante un algoritmo novedoso —PageRank— y una interfaz minimalista, muy sencilla de utilizar, Google se impuso rápidamente a otros buscadores como Yahoo o AltaVista, creados con anterioridad. Su éxito se basó en el sistema utilizado para la jerarquización de las páginas web, y que consistía en ordenarlas de acuerdo al número de veces que los sitios web eran citados en otras páginas. Incluso en México, existió, en los ’90, Adnet, un buscador de páginas mexicanas creado por la agencia de publicidad Harry Möller; desgraciadamente, no llegó a tener el éxito merecido.
Google ha provocado la desaparición de directorios telefónicos —¿Quién no se acuerda de la mítica Sección Amarilla, donde se podía encontrar casi todo? —, de los mapas de calles y carreteras (Guía Roji en México, Rand McNally en los Estados Unidos, verdaderas instituciones editoriales), y de los catálogos impresos de muchas compañías. Google volvió obsoletas las enciclopedias y diccionarios —salvo algunos muy especializados—, condenándolos a acumular polvo en las estanterías de las bibliotecas.

Si bien el éxito del gigante de Menlo Park, California, se basó en la necesidad de las personas para consultar información útil, hay que considerar que gran parte de las búsquedas que se realizan no tienen otro objetivo que satisfacer la necesidad natural del ser humano por saber, por conocer desde el dato más trivial hasta la información más compleja. La curiosidad, pues.
Y esta necesidad de saber, nos fue inculcada a los miembros de la familia Escalante por nuestro padre, Gabino Escalante Arreola, maestro de profesión y curioso por vocación.

Tuve el privilegio de haber nacido en una casa con una biblioteca enorme. Mientras mi madre procuraba allegarse obras literarias de autores europeos, estadounidenses y latinoamericanos, mi padre hacía acopio de libros de historia y de divulgación científica, así como de enciclopedias, diccionarios y atlas, como se llamaba a los libros de mapas.
Pero poca utilidad hubieran tenido esos libros sin las largas sobremesas familiares, sobre todo los fines de semana, en las que cualquier tema abordado era pretexto para ir a buscar un libro que nos permitiera cerciorarnos de un dato, abundar en la información o simplemente aprender algo nuevo.
Bastaba con que alguien de la familia mencionara un personaje histórico, un país, el nombre de un compositor clásico, una enfermedad, un escritor o un dato curioso, para que mi padre sugiriera salir de dudas consultando un libro.

Creo que la fuente a la que más recurríamos era El Diccionario Enciclopédico UTEHA (Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana), de González Porto-Bompiani, un inmigrante gallego que fundara en México esta editorial especializada en libros de consulta. El UTEHA, de unos 12 tomos, estaba impreso en papel couché y contaba con excelentes ilustraciones en blanco y negro. Pero después de encontrar el dato en esta publicación, mi padre pedía contrastarla con el Diccionario Enciclopédico Hispano Americano,de alrededor de 20 tomos impresos en papel biblia con una tipografía pequeñísima y prácticamente sin ilustraciones. Aunque era unos 20 años más antiguo que el UTEHA, la información contenida solía ser mucho más minuciosa, aunque, siendo sincero, su formato no era tan agradable para leer.

El Diccionario Literario de Obras y Personajes, con su complemento, el Diccionario de Autores, ambos de González Porto-Bompiani, pero editados en Barcelona por Montaner y Simón, eran simplemente fascinantes. Reunían centenares de obras y de autores previos a 1967 —cuando se publicaron—, con sinopsis, entorno histórico y comentarios de algún crítico. He de confesar que me salvaron de leer algunas novelas áridas que me encargaron en la escuela, pero también me sirvieron para interesarme en la lectura, costumbre muy arraigada en mí desde hace décadas.

La Historia de la Música Codex fue una enciclopedia que apareció en fascículos coleccionables. Mi padre, con estricta regularidad, los compraba cada semana y pudo reunir la publicación completa, que luego la encuadernó muy profesionalmente mi hermano Sergio, asesorado por su amigo José Luis Monroy, impresor tradicional de tercera generación, recientemente fallecido. Esta obra tenía la particularidad de incluir, además del material impreso, discos de acetato, con los que podíamos conocer el sonido de instrumentos primitivos o la voz de antiguos cantantes de ópera, imposibles de acceder en la era pre Internet.

Con el mismo sistema y empeño se hizo mi padre de Historama, una enciclopedia dedicada exclusivamente a la historia universal, casi para leerla de corrido.

El Libro de Nuestros Hijos, una colección de tres gruesos tomos bellamente ilustrados era utilizado tanto para nuestro esparcimiento como para consulta. Contenía cuentos clásicos, historias de la Mitología Griega, información sobre el Universo y la Tierra, algo de Ciencias Naturales, poesía, figuras históricas importantes, etcétera.

Más tarde, recientemente publicada en 1977, llegó a la biblioteca familiar la Enciclopedia de México, una cuidadosa edición de 14 tomos que reunió textos de más de 400 autores, bajo la coordinación del escritor José Rogelio Álvarez. Esta obra fue un regalo navideño que hizo el profesor Carlos Hank a sus amigos y colaboradores.

Un par de tomos cuya presencia en una casa puede ser de mucha utilidad o causa de alarma infundada es La Enciclopedia de la Salud, de Félix Reinhard, editada por Gustavo Gilli. Dos tomos en los que se describen detalladamente cientos de enfermedades con sus síntomas, riesgos y tratamientos —de haberlos habido en la época. Una obra no apta para hipocondríacos o personas sugestionables. Difícil leer algún capítulo sin quedarse con la duda acerca de si uno mismo podría estar padeciendo tal o cual enfermedad.

Desde muy niño tuve una gran predilección por la geografía en general y los mapas en particular. Yo me perdía en el enorme globo terráqueo que había en la biblioteca, en las guías de carreteras editadas primero por BF Goodrich y luego las más modernas, de Guía Roji, pero, sobre todo, en El Atlas de Nuestro Tiempo, de Reader’s Digest. Un libro enorme y de una calidad sorprendente. En sus gruesas páginas viajé imaginariamente por todo el mundo y no fueron pocas las novelas de aventuras que pude seguir a través de los detallados mapas allí plasmados. Esa obra, complementada por el Compendio Mundial, de Eduardo Cárdenas, que se publicaba cada año con información actualizada de todos los países existentes eran para mí y mi padre la perdición, en el mejor sentido de la palabra.

Aquella vieja costumbre arraigada por mi papá desde mis primeros recuerdos, sigue vigente en mí y puedo decir con orgullo que la he contagiado a mis hijos. Hoy no es necesario recurrir a una biblioteca. Desde cualquier lugar con acceso a Internet, es posible hacer casi cualquier consulta, acceder a información desconocida, reforzar algún dato incierto o refrescar la memoria que a veces se enterca en ocultar los recuerdos detrás de complicados laberintos.
Mi padre murió en febrero del año 2000; no tuvo oportunidad de navegar en el ciberespacio. Pienso que de haber conocido la maravilla que es la Internet y Google, la habría disfrutado como un niño en un buffet de golosinas, aunque quizás habría dicho: “Esto ya lo hacíamos en casa, desde antes de que nacieras”.
SÁINZ Y EL PERDÓN
El pasado fin de semana fue olvidable en la carrera deportiva de Checo Pérez, quien no pudo obtener un buen resultado en el Gran Premio de Fórmula 1 que se corrió en el Autódromo Hermanos Rodríguez de la CDMX. Se llevó el triunfo el corredor español Carlos Sáinz Jr., a bordo de su máquina Ferrari, haciendo una carrera impecable de principio a fin.

Tuvo el peninsular la cortesía de que sus primeras palabras al público, después de la competencia, fueran: “¡Gracias, México!” y que gran parte de la entrevista post carrera la respondiera en español, aunque en su deporte todo sucede en inglés.
¿Habrá sido este gesto suficiente para que el gobierno actual no le exija pedir perdón por haber despojado a nuestro compatriota (que llegó 16 posiciones más atrás) del triunfo en su propio país?
Guadalajara, Jalisco, octubre 29, 2024.
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