Por: Ana Ximena Monroy Martínez*

Resulta absolutamente benéfico detenerse a reflexionar sobre lo que ocurre en el espacio exterior, la danza de los astros, el dialogo incesante de las galaxias.

En suma, la personalidad humana es susceptible de enriquecerse cuando se da cuenta de que existe un cumulo de hechos inmutables, marcados por un ritmo imperecedero, hechos que suceden así desde tiempo indefinible y perturbador.

Hay una vida diferente, más lenta y silenciosa. Vida de distancias enormes, potencialmente letal para el hombre porque se desarrolla fuera de su hogar, lejos de lo que éste conoce y bajo condiciones adversas. 

Todo lo que el hombre ha construido, lo que ha logrado, lo que piensa, lo que siente, lo que hace… todo parece infinitamente pequeño cuando uno se asoma desde la ventana del espacio y mira asombrado la sutil belleza del hogar del que proviene, su pequeñez, su ingenuidad.

Se precisa valentía para ir al espacio, preparación, condiciones perfectas y adecuadas, práctica. Se precisa ser ideal y ser elegido, conocer demasiadas cosas, ejercer la ciencia, entender, gestionar, resolver problemas inesperados. Se requiere una irrefrenable curiosidad y la determinación para dejar la comodidad atrás, la perfecta calma para aceptar que tal vez la propia vida termine ahí, en el afán de realizar tan grande y portentosa hazaña.

No todos podemos ir, por tanto, al espacio. Pero podemos acaso imaginar que estamos ahí e intentar acompasar nuestros movimientos con los del misterioso universo que nos rodea.

Muchas preguntas han surgido en torno a nuestra soledad en medio de la nada, en torno a si somos de verdad la única civilización avanzada que se esfuerza por sortear los mares de su propia insignificancia dentro del todo. Preguntas todas que muy a pesar nuestro, no han obtenido respuesta alguna.

Pero hay algo más que el espacio exterior hace bien, aparte de dejar nuestras preguntas sin contestación, aparte de infundir respeto y dejar a los pequeños humanos sin aliento y es posicionar una nueva perspectiva, una nueva forma de entender nuestras vidas a la luz de la humildad.

Cientos de veces hemos considerado que esto o aquello es demasiado importante, inaplazable, fundamental. Situaciones de la vida cotidiana como graduarse de la universidad, conseguir un buen trabajo, escalar posiciones en una desalmada sociedad, la imperiosa necesidad de agradarle a alguien o a todos, el autocastigo para obtener la talla deseada y la forma de cuerpo perfecta para un misterioso alguien, conseguir ropa cara y a la moda, viajar a lugares por demás fascinantes, comerlo todo, beberlo todo, formar una familia, obtener la aprobación y los aplausos formados por un denso humo de futilidad en las redes sociales, comprar una bella casa y un auto. Por supuesto, todo ello bajo el muy respetable nombre del éxito.

Es indudable que algunas de estas cosas contienen verdaderamente un poco de la esencia de lo que significa ser humano, contienen la sustancia que nos pone en sintonía con lo bueno, lo sabio, lo puro, lo verdadero. Sin embargo hay algunas otras circunstancias que contienen la nada, un perfecto y triste vacío, una superficialidad difícil de poner por escrito y que nos hacen parecer más estatuas de cera o barro que personas con sensibilidad, rasgos irrepetibles y un objetivo aún por esclarecer pero que, no obstante, existe.  

Cuando contemplamos los cuerpos celestes, millones de ellos, de todas formas, tamaños y funciones en el cosmos, corremos el riesgo de hacernos preguntas peligrosas. Y es que en medio de un espacio inconmensurable, donde las distancias se miden en años luz, donde el tiempo es relativo ¿a quién le importan los ínfimos menesteres de la vida humana en su pequeño hogar de océanos azules, tribulaciones y belleza a partes iguales?

¿Y qué son 13 mil millones de años de supuesta antigüedad del universo comparados con los escasos 73 años que conforman la esperanza de vida del ser humano?

Pensar en esto puede resultar aterrador pero al mismo tiempo brinda la misteriosa y profunda tranquilidad de saber que nada es tan importante, nuestras espaldas pueden verse libres del inmenso peso autoimpuesto o, en su defecto, impuesto por la sociedad. 

Ciertamente la vida en la Tierra y no solo la humana, es efímera como la chispa de un encendedor, débil como la hierba que al menor soplo de viento se inclina.

Pocos años después de la muerte, aun seremos recordados y después nada; negrura y silencio. Incluso nuestras obras serán olvidadas (las pequeñas y las grandes), las hazañas serán arena de desierto.

Llegará el tiempo en que hasta la misma civilización verá su fin, una gruesa capa de tierra y plantas trepadoras se encargaran de derrumbar edificaciones, ideologías, culturas y todo lo que alguna vez simbolizó.

Es fundamental recordar aquello de “polvo eres y en polvo te convertirás” para conservar siempre la sencillez en el espíritu y una consciencia despierta frente a la realidad.

¿Qué es entonces el éxito? ¿Para qué sirve? Es posible y hasta creíble que todos y todas nacemos con él tatuado en la piel y en el alma, que el verdadero éxito consiste en haber sido obsequiados con un lugar en el cosmos, el regalo de la existencia. Una existencia pensada para experimentar, aprender, llenar la copa hasta los bordes, asomarse a la ventana de lo imperfecto, acertar a veces, equivocarse otras tantas, dudar siempre.

Cuando se sienta preocupación, imperativo es pues, levantar la vista para buscar el consuelo en la inmensidad de las estrellas.    

*Facebook de la autora: https://web.facebook.com/ximena.monroy.9634

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