Por Gabriel Escalante Fat*
“No era más guapo
porque ya no se podía,
¡El muy cabrón!”
Arturo Pérez Reverte,
refiriéndose a Alain Delon.
El pasado 18 de agosto falleció –a los 88 años de edad- el famoso actor francés Alain Delon, quien alguna vez fuera considerado “El hombre más bello del mundo”. Retirado de la actuación desde hace un par de décadas, Delon se dedicó a los negocios, comercializando su nombre como una marca de prestigio en productos de lujo.

Mermado en su salud por dos accidentes cerebro-vasculares y a poco de la muerte de su esposa, Delon solicitó en 2022 la eutanasia en Suiza, país en el que residía en esa época y donde la muerte asistida es legal. No se sabe a ciencia cierta la razón por la que no se sometió a ese procedimiento, por lo que tuvo que esperar a que el cáncer linfático terminara lentamente con su vida el reciente domingo.
Hace poco, publicó una nota en la que mostraba su desencanto, en un lenguaje duro y directo: “La vida ya no me aporta nada. Lo he conocido todo, lo he visto todo, Pero principalmente, yo odio esta época, la vomito. Están esos seres que yo odio. Todo es falso, todo está deformado. No hay más respeto, no hay más palabra empeñada. Sólo cuenta el dinero. Uno oye hablar de crímenes a lo largo de todo el día. Sé que abandonaré este mundo sin lamentarlo”.
Valdría la pena preguntarse en qué momento, un ser humano que ha tenido todo en su existencia, incluyendo amor, fama, un trabajo que amaba y un enorme éxito económico, decide que su vida debería llegar a su fin.
Hay en mi familia dos casos peculiares que me permitiré narrar:
El hermano mayor de mi madre, mi tío Raymundo, fue de esas personas a quienes se les dice “hechos a sí mismos”; dejó la casa familiar a los 17 años y sin más armas que su voluntad y su capacidad de trabajo, se abrió paso en la vida. Siete décadas después –lo vi por última vez en noviembre de 2001, cuando tenía 88 años de edad– mostraba muy buena salud para un hombre de su edad, además de una lucidez envidiable. Y lo más impresionante: seguía trabajando.

Este hombre bajito y regordete, con marcados rasgos orientales y un carisma excepcional, seguía levantándose diariamente a las 7 de la mañana para –después de hacer su rutina de higiene y desayunar generosamente- salir a la calle, en donde ya lo esperaba un taxi que lo llevaría a su oficina, en pleno centro de la Ciudad de México. Raymundo era vendedor de suministros para la industria textil, principalmente cierres, así que durante las siguientes cuatro horas se dedicaba a levantar pedidos vía telefónica, a visitar a uno o dos clientes cercanos –a pie-, para terminar su jornada a las dos de la tarde y volver en el mismo taxi a su casa, comer, tomar una siesta y pasar el resto de la tarde con tranquilidad.
El lunes 20 de mayo de 2002, su rutina cambió. A los pocos minutos de levantarse, llamó a su esposa, casi 20 años menor que él:
-Güera- le dijo. –Hoy no iré a trabajar-. Y regresó a su cama.
-¿Te sientes mal, quieres que te traiga el desayuno a la recámara?- preguntó ella.
-No, tampoco quiero desayunar, creo que ya me voy a morir.
Desde ese día, mi tío dejó de ingerir alimentos sólidos; sólo se mantuvo a base de agua y algún té. Su cuerpo se fue apagando, sin dolores, sin fiebre, hasta que la mañana del 25 de mayo –sólo cinco días después de su sorpresivo anuncio matutino- murió tranquilamente en cama, con su mujer y su hijo a su lado.
Visité a mi madre –como solía hacerlo cada tres o cuatro semanas- el 31 de octubre de 2008, para festejar su cumpleaños número 91. Por la tarde, sentados en su rincón favorito de la casa, para la típica charla de sobremesa, vi que en su mesita auxiliar había cuatro o cinco libros.
-¡Qué bárbara, cuánto estás leyendo!- le dije. –Hasta cuatro libros al mismo tiempo.
-Lo que pasa es que ya no puedo leer nada nuevo-, me confesó. –A las tres o cuatro páginas se me olvida lo que había leído y pierdo la trama. Por eso he decidido sólo releer libros que conozco bien y aun así, me cuestan mucho trabajo. Acabo de cancelar mi suscripción al Excélsior, me pasaba lo mismo con las noticias, no tenía ya sentido seguir recibiendo el periódico.

Mi madre no tenía ninguna enfermedad crónica o degenerativa que pusiera en riesgo su vida. Sus niveles de glucosa, colesterol y triglicéridos estaban en rangos muy aceptables; su corazón –que había tenido dos episodios de alerta en los 15 años recientes- funcionaba con regularidad y, para acabar, había salido airosa de una arriesgada cirugía de cadera a los 85.
Lo único que le daba problemas era su memoria de corto plazo, porque le impedía mantener el control de su casa, de su economía y de su propia vida haciéndola, por primera vez, dependiente de otras personas para sus actividades diarias.
A pesar de sus esfuerzos por sustituir con recordatorios en notas que sembraba por toda la casa, Velia Fat se percató indubitablemente que se estaba enfrentando por primera vez a un enemigo más fuerte que ella: su propia mente confundida, desorientada, que insistía en rescatar fielmente los recuerdos más antiguos, pero que se negaba a registrar algo tan simple como qué había desayunado esa mañana o si ya había pagado el recibo telefónico.
No podría precisar cuándo mi madre decidió rendirse a lo inevitable. Durante mi penúltima visita a su casa, ella dormía 20 horas diarias, apenas comía y, aunque aún era capaz de sostener breves conversaciones coherentes y divertidas, caía con frecuencia en ausencias de las que la sacábamos no sin dificultad.
Justo un mes después de aquella visita, la vida de mi madre se extinguió sin aspavientos, una vez que tuvo la certeza –eso quiero pensar, a pesar de su estado de inconsciencia- de que sus hijos y nietos estábamos con ella.
Sé que las religiones judeocristianas reprueban duramente el atentar contra la vida –ajena o propia- y que los convencionalismos morales miran con horror la idea de la eutanasia.
¿No valdría la pena repensar en estos atavismos?
¿No merece una persona decidir cuándo ha dejado de “vivir” y ha pasado simplemente a “perdurar”?
¿Por qué creer que quien decide terminar con su vida, porque sufre o porque ya no le encuentra sentido, va a enfrentar más dolor y más sufrimiento en la prometida vida eterna?
Si el ser más evolucionado de la creación no puede ser dueño de su propia existencia ¿De qué es en realidad dueño?
Mi admiración a Delon, a mi tío Raymundo y a mi madre, quienes entendieron y asumieron, valerosamente, su momento final.
CIEN CUYES.
Hace poco más de un año reseñé brevemente esta novela, del peruano Gustavo Rodríguez, ganadora del Premio Alfaguara 2023.
Nunca más oportuna la lectura de esta obra, en la que, en tono a veces de comedia y otras de profunda seriedad, nos lleva a reflexionar sobre la vida de los adultos mayores, escrita en un lenguaje preciso, coloquial, bien estructurado.
Aquí la nota de referencia: https://revistadinteres.com/honestidad-y-priismo/
Guadalajara, Jalisco, Agosto 21, 2024.
FB: Gabriel Escalante: https://web.facebook.com/gabriel.escalante.31542




