Por Jacobo Gregorio Ruiz Mondragón*

En otro lugar que no es la Mancha, cuyo nombre quiero acordarme y me acuerdo: Atlacomulco, ocurre la historia de un caballero, no de la triste figura sino del alma rota, quien en su inmenso amor a su «Dulcinea» acabó perdiendo el contacto con la realidad o quizá con la nuestra, donde el afecto, el apego o la soledad, pueden ser la brecha que distinguió ambas concepciones, y sin saberlo, terminó de cierto modo «al menos en el aspecto sentimental» emulando a un personaje de fantásticas aventuras.  

Manuel Machuca Torres «Machucas», fue un «hidalgo» cual noble del pasado no contaba con mayores bienes que el «tesoro de la vida», complementado por la música y el dulce licor que en cada trago lo acercaba a un sendero en apariencia sin destino aunque tal vez predecible. Pese a las estrecheces que soportó, nunca profirió la más breve queja por su indigencia, antes al contrario pareciera recibirla con franciscana humildad.

Se sabe que la «emperatriz de la mancha», fue para él, la más bella doncella sobre la faz de la tierra, de quiméricos atributos que los poetas dan a sus musas, y en aquella historia, obedeciendo al ideal de belleza como los libros de caballerías dictaban. Puede decirse que Cervantes creó a Alonso Quijano, y él a Don Quijote, y éste a Dulcinea; y en el terruño, Manuel Machuca Torres dio pasó a «Machucas», y él a su castálida, silenciosa y entrañable amada.

Porque el amor, en el pensamiento de Cervantes, «unas veces vuela y otras anda; con éste corre y con aquél va despacio; a unos entibia y a otros abrasa; a unos hiere y a otros mata; en un mismo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquél mismo punto lo acaba y concluye».

Como todo caballero necesitaba un caballo para sus múltiples andanzas, cuyo «rocinante» encontró en los tableros de ajedrez, de negras noches y blancos días, librando sus batallas en las arenas del tiempo, perdiendo algunas piezas, conservando otras, y al final, ganando la partida sin recuperar a su reina.

Fiel escudero, fue su simplicidad en el trato con los habitantes del reino en su «cabalgadura» cotidiana, en cuya historia los gigantes o molinos de viento fueron los infortunios producidos por las manos poderosas de las circunstancias, pero al caer el sol, retornaba a su sencilla morada convertida en majestuoso castillo, a la espera del alba para emprender nuevas aventuras.

Singular personaje «cuya risa coqueteó con la felicidad pero no se entregó a ella, pues fue tan bandolera que se llevó su dicha entre sus alas», como afirmó Don Isidro Fabela, en su artículo del Quijote, redactado con motivo de su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. 

Su salud fue «el caballero de la blanca luna» que victorioso en la batalla, lo hizo regresar a su realidad para más tarde ir a otro mejor lugar y quizá a los pies de su dama.

A tres años que dejó sus andanzas por este mundo. Descansa en paz «Machucas».

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