° Ante la transición y el equipo, los retos de Claudia Sheinbaum son varios. Consideremos la máxima de Sófocles: “Es imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ninguna persona si no se le ha visto actuar en el poder».
Por ahora, nadie sabe a ciencia cierta cómo será la gestión de Claudia Sheinbaum. Lo que hay son unos primeros nombres de colaboradores y un conjunto de frases, lugares comunes, suposiciones y buenos deseos. Lo usual en cambios de gobierno. Pero, dicho en propiedad: desde el punto de vista político, técnico y psicológico, parece ser una mujer inédita.
Para despejar la duda, habrá que aguardar la admonición, casi perfecta, de Sófocles: “Es imposible conocer el alma, los sentimientos y el pensamiento de ninguna persona si no se le ha visto actuar en el poder y en la aplicación de las leyes”.
Lo que sí es bastante concreto, en cambio, es la espesura de los problemas graves y muy graves que encontrará —y que no se resuelven con etiquetas ideológicas ni clichés ni encuestas— por todos lados, el primero de los cuales es su propio valedor convertido ya en un lastre —que conviene examinar— para una toma de decisiones no solo propia y autónoma si no, más importante aún, racional, experta y eficaz para el siguiente gobierno, al menos para la procuración de objetivos sensatos para el país. Veamos.
Todos los gobernantes acarician la fantasía de que su legado permanecerá para la posteridad, cualquier cosa que esto signifique. Pero en la historia moderna pocos lo han conseguido. Por eso, cuando el próximo primero de octubre tome posesión la nueva presidenta, López Obrador empezará a recoger lo que con sabiduría un expresidente
mexicano llamó “los frutos podridos de la estación”. Es el ciclo misterioso y a la vez patológico del poder: la ambición de alcanzarlo, el ansia de conservarlo y el tormento de perderlo. Esta vez, no será diferente.
Cuando asumen, los líderes empiezan por enterarse de qué va el encargo; más tarde cobran conciencia de que pueden tomar decisiones que inciden, influyen e impactan, por tanto tienden a repartir a discreción favores y castigos; luego internalizan todo ese proceso en el sentimiento de que tienen poder, frecuentemente absoluto, y lo ejercen, a veces con
violencia de distinto tipo, mientras su sexenio transcurre entre días que parecen años y años que parecen minutos. Y al final sobreviene el quiebre: pierden la noción de la realidad y arriban a un punto de no retorno que, con raras excepciones, los marca el resto de su vida.
La gran mayoría no logra resolver la contradicción entre ser el puritano que pretendía salvar a un país de los pecadores o el dictador que quiso imponerse sobre los demás con furia y sin límites. La silla presidencial y el diván del psicoanalista son cosas distintas, aunque a veces se confundan.
Esa es la finitud del poder a la que los actores de la política, de forma consciente o subliminal, se resisten hasta el paroxismo. El día después, sin embargo, comenzarán a vivir los síntomas naturales del desembarco: engaños, abandonos, delaciones, ajustes de cuentas, desquites, rencores acumulados o la peor de las patologías, la que más los humilla: reconocer favores recibidos que algún día deben pagar. “Robespierre ―recuerda
Gregorio Marañón―, el más trágico resentido de la historia, tenía esta frase, capaz de hacer correr escalofríos al que la oye: ‘sentí desde muy temprano la penosa esclavitud del agradecimiento’”.
Así ha sido desde el principio de los tiempos y sobran precedentes, la mayor parte penosos.
A esa ceremonia del adiós, en segundo lugar, sigue la travesía del desierto. Nadie que haya estado en el poder regresa a lo que da por llamarse la vida normal. No es que no haya vida después; la hay, pero es otra, distinta, a veces anodina, a veces trágica, pero siempre distinta.
¿De qué depende lo que venga? De haber tenido otra vida con anterioridad, de las circunstancias, del viento sembrado, y de saber descifrar, como querían los antiguos, que una cosa es el tiempo y otra la vida. Los autócratas, es decir, aquellos que pasaron sus años de mando mirándose a sí mismos y despreciando al resto del mundo, pronto
comprenderán, como observa Sergio del Molino, que, si “has sido malo, la maldad acabará pudriéndote”.
Por regla general, el poder desgasta, aunque, se dice, desgasta más el no poder. La escalera del ascenso y el descenso es previsible. Las horas altas seducen, destilan aroma de triunfo y arrogancia: pareces indomable, eres invencible.
La gente lisonjea al gobernante por lo maravilloso que es y le encuentra —o eso dice— rasgos hasta entonces difusos incluso para él mismo ―astucia, carisma, terquedad―, porque intuye que esa pleitesía le pavimenta los placeres de la corte, los privilegios de la influencia, los cargos públicos y los negocios privados.
En las horas bajas, en cambio, esa aureola se evapora a toda velocidad. El pueblo es cambiante y cruel casi por instinto. La liturgia de entrar y salir es la misma, pero los actores son diferentes. Las lealtades vuelan, la luz se apaga, los aplausos cesan, el telón cae. Ya no hay mensajes que responder ni invitaciones que atender. Los teléfonos dejan de sonar. Las cámaras enfocan para otro lado. Los micrófonos entran en modo mute. No hay decisiones que tomar, agenda que cumplir, instrucciones que dar o decretos que firmar. Solo resta domesticar los miedos, rumiar las amarguras, ingresar a la decadencia y darse cuenta de que duele más la indiferencia que el olvido.
En tercer término, toda transición es peligrosa, porque tiene que ver con las condiciones objetivas en que está el país, con la relación que tengan quien llega y quien sale, pero sobre todo con el equilibrio mental del que se va y la tentativa de tomar las últimas decisiones o ejecutar las vendettas faltantes, como ha sido revelador estas semanas con el dislate de la reforma al poder judicial, entre otras cosas. En países con instituciones maduras y liderazgos políticos razonablemente civilizados, esas transiciones, nunca fáciles, pueden exhibir lo mejor de los personajes, pero también y, en ocasiones más frecuentemente, lo peor.
Joseph S. Nye insistía en que para analizar mejor a los políticos habría que prestar más atención a sus niveles de autocontrol. Así le pasó, por ejemplo, a Richard Nixon, que tenía una cabeza analítica y estratégica superior, pero jamás logró controlar las inseguridades personales que lo llevaron a su caída, un defecto grave que sólo se conoció con el tiempo.
En cambio, Franklin D. Roosevelt, que poseía, como alguien definió, “inteligencia de segunda, pero temperamento de primera”, hizo de la suya una presidencia exitosa.
Pero en sistemas con personal político de mala calidad, ciudadanías de baja intensidad y cultura cívica tan defectuosa como la mexicana, las tentaciones son múltiples, arriesgadas e ingobernables. Dos precedentes.
Durante los últimos cinco meses del gobierno de Luis Echeverría (1970-76), en medio de una grave crisis económica, se produjeron el golpe al diario Excelsior en julio; una devaluación del peso de 40% en agosto; la fuga de capitales entre cuatro y cinco mil millones de dólares y, solo diez días antes de concluir el sexenio, la expropiación de las tierras del Valle del Yaqui que pertenecían a cientos de campesinos sonorenses.
Con López Portillo (1976-82), según el recuento de Isaac Katz, se repitió el libreto de los desatinos. En lugar de un ajuste en las finanzas públicas tras la caída de los precios del petróleo, el presidente intentó compensarla emitiendo diez mil millones de dólares de deuda externa a corto plazo, lo que junto con otros factores desembocó en la devaluación de febrero de 1982 y en otras medidas desesperadas como un aumento salarial de emergencia (del 10% al 30%) en abril, la suspensión de pagos, la conversión obligatoria de cuentas en dólares a pesos, es decir, control de cambios, y, finalmente, la expropiación bancaria en septiembre.
Desde luego, en uno que otro aspecto la situación es hoy relativamente distinta (gracias a los “neos” de gobiernos previos), pero el denominador común de estos ejemplos es el mismo: la pérdida de juicio, la catástrofe personal que supone para algunos la finitud del poder y los incentivos perversos que introduce para la toma de (malas) decisiones. Por eso
Enrique González Pedrero, al parecer preceptor de López Obrador en alguna época, decía que en política no hay redes protectoras: “es una peripecia azarosa que empezamos un día, sin saber cómo, trepados en una cuerda floja”. ¿Qué pasará ahora? Nadie lo sabe.
El otro desafío, igualmente muy difícil, no es el juego de nombres, la tradicional “gabinetitis” mexicana, sino explorar qué equipo se quiere y para qué, y si reúne capacidad, preparación o reputación, asumiendo que estas cualidades le importan a la presidenta electa.
Ese perfil ideal, sin embargo, no se encuentra en ninguna parte del mundo porque en política se pacta con los “poderes diabólicos” de los que hablaba Max Weber, y en el período de López Obrador esos valores perdieron sentido. Además, conocidos algunos nombramientos, los excluidos se ven invadidos, aunque lo disimulen, por la envidia, la rabia y el resentimiento, y empiezan a acerar la daga para el momento oportuno.
Quienes han hecho política entienden bien que seleccionar personas es la tarea más difícil porque nunca se acaba de conocer la condición humana, la cosa más extraña que hay, y lejana de la pericia del entomólogo. El líder (o la líder, para el caso) desearía que los llamados fueran competentes, amigos, leales, compromisos de partido, bien vistos por el que se va e incluso enemigos que es mejor tener dentro de casa, todo a la vez.
Casi nunca suele ser así y entonces hay que decidir cuáles de esas características son las prioritarias. Allí empiezan los problemas, porque a veces los competentes son desleales, los de buena fama no son amigos, los compromisos políticos no sirven para nada, los ambiciosos mienten todo el tiempo, los adelantados ya piensan en 2030, y así sucesivamente.
Cuando se les designa, todos creen en su fuero interno que lo merecen; que la presidenta no está haciendo sino simplemente reconocer sus grandes virtudes. En cambio, cuando se les despide, lo primero que preguntan azorados es porqué los cesan, y luego se dedican a
justificarse, a hablar mal del gobierno y a predecir que como los echaron la crisis es inminente (lo que casi nunca ocurre).
Algunos presidentes suelen ignorar la regla de oro de un viejo político mexicano muy agudo: lo primero es gobernar al gobierno. Y esta también es una tarea enredada. Unanimidad en el equipo nunca habrá; siempre hay filias, fobias y viejos agravios, y en todo caso la meta es evitar que pase a la categoría de guerra civil. Entonces el papel del líder es situarse por encima, administrar los conflictos, alentar la competencia entre ellos, subir a los de abajo y bajar a los de arriba para que no se crean insustituibles, y hacerles ver que presidente solo hay uno, en caso de que, efectivamente, haya solo uno, lo que está por verse.
Los colaboradores, al menos los juiciosos, confían en que el presidente sabrá tomar decisiones complejas; que les ofrecerá su apoyo en los momentos críticos y que, aun cuando sea parte implícita del contrato político entre jefe y subordinados, si debe dejarlos caer les tenderá una red de protección, así sea endeble. Cuando ese lazo de confianza recíproca se rompe, nada bueno se puede augurar, los gobiernos fracasan y la historia se encargará de recordárselos. El otro es el respeto. En política, el respeto no es sumisión ni abyección: es la convicción de que hay un mariscal de campo -uno- que puede conducir en el contexto más delicado.
Y la última regla es la que aconsejaba Abraham Lincoln: si los amigos del presidente están en la administración tan solo por eso, pero no funcionan, el primero que pagará los platos rotos es el propio jefe y lo va a lamentar siempre.
La razón básica es que, si no pueden sostenerse en el cargo por su eficacia y competencia, sino solo por ser amigos, por una lealtad tóxica o un compromiso inconfesable, presienten que tarde o temprano los van a echar y siempre se verán tentados a abusar de su posición y del poder que conlleva.
La lealtad en política es esencial, como natural es también la traición. Aunque tiene mala fama, existe y funciona. El problema viene cuando, como dice Javier Cercas, sólo se puede ser leal traicionando, bien sea a una persona, un pasado, un programa o un grupo, porque entonces una lealtad entra en conflicto con otra. Es, siguiendo a Cercas, una ética contra otra. Quienes han olvidado el andamiaje en que se sostiene este dilema tan complejo no tuvieron suficiente vida para arrepentirse.
¿Qué camino seguirá la presidenta Sheinbaum? El tiempo lo dirá.





